demás del antagonismo entre derecha e izquierda, existen otros a los que deberíamos prestar más atención. Una de esas grandes confrontaciones es la que enfrenta a los arrogantes contra los crédulos, a quienes confían demasiado en el saber frente a quienes confían demasiado poco en él y se creen cualquier cosa. Cuando la batalla política se lleva a cabo en el territorio del conocimiento no tiene nada de extraño que aparezcan, además de las típicas disputas entre los expertos, un estrafalario rechazo al conocimiento en general, que adopta hoy formas muy diversas de excepticismo y credulidad, como la desinformación, el negacionismo o las teorías conspiratorias. Todo esto no sucedería si no se hubiera producido un fenómeno de epistemologización de lo político que tiene aspectos muy positivos y otros disfuncionales.

Nada parece mejor para combatir nuestro particular desconcierto que entender los conflictos políticos, primaria o exclusivamente, como asuntos epistémicos, es decir, como cuestiones de saber y competencia; dentro de este marco, los problemas de la democracia se interpretan como consecuencia de la ignorancia de la gente o de la incompetencia de los políticos. La cuestión central sería entonces determinar quién dispone del mejor saber o conocimiento experto, de las cifras más exactas, de la interpretación correcta de los datos, quién es mas competente. Los problemas de una política sobrecargada o incapaz se resolverían delegando cada vez más asuntos en el gremio de los expertos. Los conflictos sociales se transforman en conflictos entre expertos de diverso signo y se resuelven en función de la fiabilidad de los datos que esgrimen. La disparidad en torno a valores e intereses es aparcada o no se hace explícita porque se considera que el saber metódico y seguro es un recurso mayor de legitimación. Esta tendencia refleja la nostalgia de una política sin intereses donde todo se resolviera con objetividad, evidencia cientítica y consenso de los expertos. La política ya no consistiría en organizar mayorías y forjar compromisos para resolver temporalmente divergencias de valores e intereses, sino en identificar quién sabe o es más competente.

Estaríamos de este modo ante una nueva versión del viejo sueño de racionalización de la política, su deseo de despojar a la política de lo político, es decir, de la gestión de intereses en conflicto, la toma de decisiones con una saber insuficiente y el esfuerzo por lograr compromisos sostenibles. Detrás de todo ello está la suposición de que hay un camino directo que va de la evidencia a la política correcta. Se trata de una creencia infundada ya que nada nos garantiza que el mejor conocimiento conduzca a la mejor política. Es posible disponer de un buen saber experto y hacer una mala política. Que buena parte de las decisiones políticas traten de justificarse apelando a evidencias no quiere decir que se disponga necesariamente de ellas. Y aunque hubiera un saber científico indiscutible, de la constatación científica de unos hechos no se deduce automáticamente una concreta decisión política.

¿Explicaría de algún modo este contexto epistemocrático el fenómeno, en apariencia contrario, de eso que llamamos genéricamente negacionismo? A mi juicio, sí. La resistencia frente a una colonización de la sociedad por parte de la ciencia tiene aspectos muy razonables (contestación a los expertos, precauciones frente a la tecnología… ) y otras inquietantes. Este movimiento nos dice algo sobre la parte sombría de la sociedad del conocimiento. Las teorías de la conspiración y de los llamados “hechos alternativos” son virulentas precisamente allí donde datos, números y conocimiento experto juegan un papel dominante a la hora de decidir cuál es la política correcta.

En muchos sectores de la sociedad se ha asentado la idea de que la ciencia se ha ido convirtiendo en una institución que decide sin legitimidad sobre lo técnicamente factible, lo económicamente provechoso y lo políticamente conveniente. La rebelión de los negacionistas puede interpretarse como una reacción contra la colonización de la política por los expertos, con independencia de lo razonable que sus recomendaciones puedan ser en cada caso concreto. Los negacionistas, pese a que no tienen razón, nos informan acerca de los riesgos que plantea la disolución de la política en una disputa en torno a la objetividad, a la que politizan, cuestionan la cientifización de la realidad, pese a que lo hagan de un modo completamente irracional. La proliferación de teorías de la conspiración y desinformación durante la crisis del coronavirus puede entenderse como reacción ideológica a una política dictada por la epidemiología y la virología de una manera que se hacía inatacable salvo llevándose por delante a toda la ciencia; lo que podrían haber sido unas protestas políticas se convirtieron en una demostración anticientífica; se trataba de la reacción contra una instancia supuestamente autorizada que pretendía dictar qué era real, racional y político.

¿Qué hacemos entonces con los negacionistas? La mejor manera de combatir al negacionismo no es tanto insistir en la verdad que niegan como repolitizar los conflictos y permitir una articulación entre los hechos y las decisiones que no sea vista como una imposición sino como un ejercicio de libertad. Hay hechos objetivos, por supuesto, pero también existe la libertad política que se plasma en que esos hechos, salvo casos excepcionales, no nos obligan a someternos a una única política. Tan absurdo sería no tomar en consideración el saber científico disponible, como dejar de explorar las opciones que ese saber permite. Presentar a la política como una constricción (justificada en un supuesto saber indiscutible, en la autoridad final de los expertos o apelando a un contexto que no permite otra cosa) tiene como consecuencia que quienes la contestan (a veces desde posiciones delirantes) aparezcan como los defensores de la libertad. Por supuesto que es muy importante que las decisiones políticas estén bien informadas, pero eso es algo que se consigue con mayor circulación de conocimiento, pluralidad en los medios y una cultura de debate, no excluyendo a los considerados estúpidos.

Es lógico que en la constelación posfáctica la ciencia cuente con una gran autoridad ya que buena parte de las disputas políticas se juegan en su terreno, pero exagerar su función en un régimen epistocrático puede no ser bueno ni para la ciencia ni para la política. Poner a la ciencia en su lugar es un reconocimiento y aprecio que impide su degradación en un mero instrumento del poder. La ciencia debe presentarse con la debida modestia y la política tiene que acertar a la hora de comunicar adecuadamente los riesgos que hemos de aprender a gestionar (y la confusión generada en torno a la fiabilidad de la vacuna de AstraZeneca es el ejemplo más elocuente de lo mucho que queda por aprender).

Aunque puedan ser unos necios, quienes desprecian a la ciencia nos advierten de que tal vez no está bien articulada con la política y la sociedad. Esta protesta es útil para la democracia en la medida en que nos recuerda que la disolución de los problemas políticos en problemas cognitivos deja esos problemas sin resolver. La democracia es un sistema político que soporta mucha más ignorancia de lo que suponemos; cuando está bien diseñada y es viva su cultura política, puede permitirse el lujo del ensayo y el error, llegando incluso a sobrevivir a la incompetencia de los representantes y a la irracionalidad de la gente.

El autor es catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco