todos nos ha ocurrido. Llegamos apresuradamente a la estación, nos sentamos en nuestro asiento, junto a la ventanilla, y esperamos a que el tren arranque para poder relajarnos y disfrutar del viaje, con la esperanza de llegar a destino en hora y sin contratiempos. Observamos a los pasajeros que llegan a última hora y corren por el andén buscando su vagón. En la vía adyacente otro tren está ya preparado para partir y poco más tarde vemos cómo se desplazan sus ventanillas. Creemos que ya hemos partido, pero no sentimos las vibraciones propias de un tren en marcha. Nos fijamos un poco más en los elementos estáticos del andén, el banco, la papelera, el carrito de transporte de equipajes. Y a su vez constatamos que el otro tren se aleja ya de la estación. El nuestro no ha arrancado aún. Es el otro tren el que lo había hecho.

Es un buen ejemplo de que el movimiento, que sin duda se produce, se percibe de manera distinta por cada observador. Si lo que nos interesase fuese la distancia entre los dos trenes poco importaría. Pero, en lo que se refiere a nuestro viaje, la cosa está clara: seguimos en la estación y nuestro periplo no ha comenzado.

Pasa también en las relaciones humanas, como en las parejas que un día se unen en matrimonio para más tarde separarse o divorciarse. Si preguntáramos a los protagonistas, seguro que tendrían versiones distintas de lo ocurrido. Visto desde fuera se observa claramente un movimiento que primero conduce a la unión de dos personas para luego alejarse de nuevo, como un muelle que se comprime para expandirse después.

Ocurre en todo, en las relaciones de amistad, en las profesionales... Todo lo que está vivo se mueve, aunque sea lentamente, como el caracol o la sociología de un país.

Hoy, de nuevo, se habla de tránsfugas.

Si preguntáramos a los protagonistas, posiblemente, dirían que ellos no se han movido ideológicamente, sino que es su partido el que se ha desplazado en el arco iris político hasta que han quedado fuera de su radio de acción.

Es cierto, los partidos son también organismos vivos y deslizan su radar en busca del caladero del voto que es, lo que, al fin y al cabo, justifica y garantiza su existencia, como los buscadores de metales que rastrean las playas con sus detectores.

El ciudadano anónimo con frecuencia varía su voto. Depende de la edad, de la educación, de sus circunstancias laborales y personales, del momento y de los líderes que encabezan las diversas candidaturas. Eso es lo normal. Es de hecho parte consustancial de la democracia: la libertad de voto plena en cada elección.

Incluso los militantes dejan a veces un partido para incorporarse a otro. La ideología de las personas evoluciona al madurar, y también cambia la praxis de los partidos, aunque mantengan siempre las señas de identidad iniciales. Se produce, pues, el movimiento del acordeón que se encoge e hincha rítmicamente, y los que un día están dentro, más tarde pueden encontrarse fuera.

Todo parece natural, inevitable, incluso sano, propio de una sociedad viva. El problema se produce cuando el que cambia de partido lo hace guardando y llevándose su escaño, obtenido en unas elecciones, bajo unas siglas, para después abandonarlas y pasarse a otro bando.

También en la guerra suele haber tránsfugas que se pasan al enemigo, de manera oportunista, escapando de la derrota, llevándose consigo los secretos y medios de su anterior ejército, en un acto de traición.

Suele tratarse de acontecimientos controvertidos, susceptibles de interpretaciones diversas. Pero casi siempre suelen darse dos circunstancias: Por una parte, el traidor o tránsfuga gana en su inesperado cambio, preservando su escaño o aumentando sus opciones de ganar la guerra, mejorando a su vez su rango y, por otra, su bando inicial pierde no sólo un militante o soldado sino su posicionamiento global al ver desvanecerse el escaño conseguido en las elecciones o la ventaja que en el batalla suponían los secretos y medios que ahora el enemigo posee.

El asunto es tan propio de la naturaleza humana y del más que probable devenir de las relaciones interpersonales que no deja mucho margen para el debate. Tránsfugas hubo y habrá siempre.

Obviamente, en estas lides, casi siempre el pez grande se come al chico. ¿A quién le interesa convertirse en un tránsfuga, que será tildado inevitablemente por la sociedad como tal, si no es para salir mejor parado?

Y el asunto tiene mala solución. ¿A quién correspondía el escaño: al partido o al candidato electo? Si, además, el reglamento electoral de la cámara en cuestión permite este tipo de escaramuzas, poco puede hacerse para evitarlas.

De vez en cuando los partidos suelen suscribir o confirmar pactos antitránsfugas. Pero cuando la cosa está que arde es inevitable que algunos arriesguen e intenten atravesar el frente del fuego o agarrarse al clavo ardiendo.

Pocas veces estas acciones, que tan poco gustan al ciudadano común, suelen tener un largo recorrido. Pero muchos prefieren quedarse con lo bailado mientras dure la música, sin pensar en exceso en un mañana inescrutable.

Pero ¿por qué rechazamos tan visceralmente al tránsfuga si todos lo somos, hemos sido y seremos un poco?

Son varios los pecados capitales en los que incurre el tránsfuga. El más evidente sea tal vez el de la avaricia. Dicen que rompe el saco, pero no siempre es así. Hemos visto y vivido en el pasado episodios sonados de transfuguismo que, por la mínima, han dado lugar a un giro en importantes gobiernos que después han resultado estables y duraderos.

El ciudadano aborrece tanto al tránsfuga porque consigue ventaja al romper una de las reglas básicas de las relaciones interpersonales, la de la lealtad, abrazando la avaricia. Pero eso es apenas lo que se ve en la foto-finish. Si analizáramos cada situación con más detalle descubriríamos una historia previa que explicaría lo ocurrido. El salto del tránsfuga suele ser apenas el último episodio visible de una secuencia previa de micro-traiciones que van desgarrando la confianza hasta convertirse en enemistad manifiesta.

Criticamos al tránsfuga por duplicado, primero, por serlo y, segundo, porque cada uno de nosotros tenemos que sujetar nuestros instintos para no caer en la tentación.

La mente humana es capaz de construir siempre un relato que justifique las opciones más egoístas y personales, con independencia de las circunstancias. Ciertamente, unas veces resulta más difícil que otras, pero la tentación de hacerlo es tan grande y nuestro cerebro tan poderoso, que casi cualquier acto y, cómo no, el del transfuguismo, encuentra justificación.

En el caso de la política resulta muy fácil: fui elegido cuando mi partido defendía “A” y ahora aboga por “B”, mientras que yo sigo postulando por “A”.

Tal vez la democracia ganara si no tuviéramos que votar por listas cerradas, casi a ciegas, por unas siglas, sin tener la oportunidad de escoger uno a uno a quienes queremos que nos representen. Ganaría también si nuestros representantes no estuvieran sujetos a la disciplina de voto que impone el partido o el grupo parlamentario, pues parece poco probable que todos y cada uno de los electos en cada grupo piensen exactamente lo mismo en todos los debates.

Si nuestra democracia fuera más abierta, si el electo tuviera una mayor dosis de responsabilidad y mérito en su elección, el transfuguismo carecería de la importancia que hoy tiene, pues quien hoy abandona un barco saltando a la cubierta del rival, en la siguiente elección tendría que dar la cara y explicar ante la ciudadanía su gesto. Y esta podría juzgar si es merecedor o no de una confianza renovada, si su acto lo fue de traición a los suyos o una muestra de lealtad a sus ideales y a su desempeño como representante público.

Si uno repasa su entorno ve tránsfugas por todas partes, hasta en la reuniones de vecinos. Pero solo en la política un acto de deslealtad y revancha tan frecuente adquiere semejante relevancia, clara señal de que la llave del poder abre muchas puertas.

Dice el refrán que el que hace la ley, hace la trampa y, por lo visto, también puede caer en ella.