e contaba un amigo que un conocido doctor, catedrático de Patología, solía llevar a sus alumnos, como primera experiencia con la anatomía humana, hasta el depósito de cadáveres donde presentaba a los jóvenes un cuerpo humano tendido en una mesa de exploración.

Los alumnos, conmocionados por lo extraordinario del arranque de curso, se mantenían mudos y tremendamente impactados por la clase magistral que aquel afamado profesor les brindaba. El galeno, sabedor de la atención que su intervención levantaba entre sus docentes, les hizo situarse alrededor del cuerpo difunto y cuando todos se hubieron ubicado junto al finado les dijo: “Un buen médico ha de tener dos condiciones básicas. La primera, no sentir repugnancia por nada de lo que los enfermos se refiere. Y, en segundo término, tener un sentido de la intuición que llamaré ojo clínico, es decir una sagacidad profesional que permita darnos cuenta, de una manera inmediata y sin prácticamente error, del tipo de dolencia y afección que presente el paciente.” Dicho aquello, el magno catedrático invitó a sus alumnos a imitarle en todo cuanto él hiciera. E inmediatamente introdujo su dedo índice en el ano del paciente y, sin limpiarlo, se lo metió en la boca.

Todos los estudiantes, todos, vencieron su más que natural repugnancia por el experimento repitiendo la doble operación para quedar bien y seguir a rajatabla los consejos del maestro. Terminada la práctica exploratoria, el doctor se volvió hacia los aspirantes a médicos y evaluó sus conductas. “Muy bien y muy mal a la vez. Está claro que todos ustedes saben vencer al instinto humano de repugnancia, pero también ha quedado probado que en ojo clínico andan muy mal, ya que ustedes han usado siempre el mismo dedo, sin darse cuenta de que yo he usado dos. Uno para introducirlo en el cadáver y otro para metérmelo en la boca”.

Es de imaginar la escena siguiente. En mi caso, desde que conocí esta anécdota intento fijarme como un búho en lo que acontece en mi derredor. No perder detalle. Y, después, hacer unas gárgaras. Por si las moscas.

La división y el cainismo son las enfermedades tradicionales que suelen afectar a la izquierda política. Sus consecuencias son conocidas, especialmente por quienes participan en su propagación que son, al mismo tiempo, víctimas y verdugos de una estrategia autodestructiva que se repite en el tiempo como si fuera una maldición congénita.

Resulta curioso observar cómo cuando las formaciones políticas de izquierda comienzan a sobreponerse de su anterior recaída, formulando alianzas que las vigorice y proyecte en el futuro, ceden a la tentación de reforzar su perfil particular -intentando demostrar ser “más” izquierda genuina que su organización de alianza- en lugar de reforzar la nueva mayoría alcanzada. Es como si la repugnancia natural a la amenaza de la enfermedad de la división fuera vencida por la soberbia vanidad de querer dejar claro quien manda de verdad en la nueva mayoría.

Algo de esto vuelve a ocurrir en el actual momento. Socialistas y Podemos conformaron un ejecutivo de coalición en el Estado para plantear una alternativa sólida al poder de la derecha, gobernante durante largo tiempo por la incapacidad de acuerdo de aquellos. Pedro Sánchez y Pablo Iglesias habían demostrado en los años pasados su incompatibilidad manifiesta para gobernar juntos. Pero, vencida la repugnancia recíproca que se sentían, consiguieron articular una nueva mayoría que, con el apoyo puntual de uno y otros, ha conseguido salvar su año de mandato y cuyo principal éxito ha sido sacar adelante sus primeros presupuestos generales.

Pero, pasado ese hito, los síntomas del cainismo han vuelto a aparecer y las relaciones entre socios se presentan envenenadas con un enfrentamiento que crece y cuya tensión no augura un buen final. Son muchas las grietas aparecidas en la argamasa del gobierno bipartito, siendo las más acusadas las vinculadas al área de igualdad con un enfrentamiento abierto y sin límites entre la vicepresidenta Carmen Calvo y la ministra Irene Montero. Las rotundas desavenencias en proyectos en ciernes como la ley trans, la modificación del aborto o la pretensión de activar en el Congreso una proposición de ley de igualdad de trato han alcanzado su punto más virulento en las vísperas del 8 de marzo, con acusaciones cruzadas de zancadillas, deslealtades y sabotajes.

Pero no es este el único ámbito en el que las relaciones PSOE-Podemos echan chispas. La comunicación entre Pablo Iglesias y el ministro Escrivá está prácticamente suspendida. La gestión del Ingreso Mínimo Vital, la polémica de las pensiones suman arañazos en las, cada vez más insostenibles conexiones entre los coaligados. La nueva operación de Podemos de llevar al Congreso una alianza de partidos, a modo de trust político en defensa de sus planteamientos intervencionistas en relación a la vivienda, es un nuevo desafío que Iglesias plantea al PSOE. La enésima jugada por condicionar a Sánchez en una dinámica permanente de “estirar la cuerda” hasta más allá de lo esperable.

A estos episodios hay que añadir la notoria antipatía no disimulada del propio Iglesias y Calviño y las andanadas lanzadas en las recientes elecciones catalanas contra el extitular de Sanidad, Salvador Illa.

El clima de desconfianza entre formaciones se generaliza. Las declaraciones de Echenique ensalzando y apoyando a los jóvenes “antifascistas” movilizados en Madrid y Barcelona en las manifestaciones que acabaron con graves disturbios de orden público o las repetidas menciones del vicepresidente segundo asegurando que “en España no hay una situación de plena normalidad política”, han hecho que los socialistas se hayan sentido consternados y agredidos, respondiendo en tromba. Así, por primera vez en todo este tiempo, Pedro Sánchez, desautorizaba a su vicepresidente y reclamaba del portavoz parlamentario de los morados que rebajara “los decibelios” en sus mensajes.

Según afirman fuentes de ambas formaciones, las tensiones se dejan sentir en el Consejo de Ministros. En ese foro, Pablo Iglesias permanece callado. Es Irene Montero la voz más crítica por parte del partido minoritario. Iglesias reserva sus quejas para el espacio público, como forma de presión a su interlocutor, Pedro Sánchez, a quien, en privado, trata de apretar para que “cumpla” sus “promesas”, si bien el término “traición” solamente se ha utilizado ante algún medio de comunicación.

La política líquida ha vuelto a las andadas y la incertidumbre envuelve el escenario político español. La crisis gubernamental parece evidente aunque nadie aventura cómo concluirá este episodio de bronca endémica, que aquí harta y exaspera y que, en Europa, nadie comprende.

Pablo Iglesias tira de estrategia. Su ojo clínico le indica que la presión hará que Sánchez ceda una y otra vez. Hacer oposición desde el propio gobierno es su receta. La fórmula de quien se cree el timonel de una izquierda que doblegará la resistencia de los socialistas. Iglesias se siente imprescindible y en su amenaza de ruptura -“a lo mejor llega un momento en el que tenemos que hacer una reflexión y decir ‘hasta aquí hemos llegado’”- no es un signo de fortaleza sino todo lo contrario. Su ojo clínico vuelve a fallar. Porque su falta de mesura va a terminar por desbordar el vaso y no será él quien tome la iniciativa sino que será Sánchez quien la promueva. Si aún no lo ha hecho, no será por ganas, sino porque teme que Iglesias le incendie las calles como respuesta. O, porque aún no tiene garantizado el colchón parlamentario que compense la crisis.

La visión distorsionada de Iglesias está consiguiendo una cosa más. Dar una opción extra al PP de Casado para tomar oxígeno y recuperarse. Si el todavía inquilino de Génova utilizara su inteligencia, se prestaría a garantizar a Sánchez la tan necesaria estabilidad que la coyuntura requiere. Ganaría en reconocimiento de utilidad y se alejaría de la influencia corrosiva de la ultraderecha, que de seguir por las actuales coordenadas, le dejará sin sangre electoral en sus venas.

Si Casado y su PP se prestaran a “dejar gobernar por un tiempo” a Sánchez, rentabilizarían también el desalojo de Iglesias del poder. Y ganaría oxígeno, tiempo y centralidad para abordar, con mayores garantías, un futuro más halagüeño para sus siglas. Los acuerdos alcanzados en el Consejo de RTVE y el que se espera lleguen en la renovación del CGPJ quizá sean un indicio de este nuevo tiempo. Es cuestión de ojo clínico.

El autor es miembro del EBB de EAJ-PNV