e caen bien los paleontólogos: sí, esos hombres y mujeres que parecen vivir en un camping permanente, rodeados de tierra, barro, trocitos de piedra y huesos dispersos. Estos científicos nos tratan de enseñar el pasado de la vida sobre la Tierra a través de los fósiles al tiempo que nos hablan de las diferencias entre los neandertales y los homo sapiens. Además, los paleontólogos nos bajan de los podios en los que nos colocamos caprichosamente. Juan Luis Arsuaga, uno de estos homo sapiens evolucionado y que lleva unos cuantos años dirigiendo ese caudal de secretos que constituye Atapuerca, ha sido muy claro a la hora de definir a los humanos. “Estamos más cerca de los chimpancés que de los ángeles”, ha dicho Arsuaga sin que se le altere la tensión arterial. Y a juzgar por los últimos sucesos, creo que tiene razón.

Jane Goodall, investigadora británica que ha pasado su vida en África acompañando a los primates en sus correrías, sostiene que compartimos el 98% de nuestro código genético con ellos. Nuestros parientes más próximos viven en comunidades de varias docenas de individuos saltando de rama en rama por los árboles, donde obtienen la mayor parte de sus alimentos y hacen ejercicio sin necesidad de ir al gimnasio.

Los humanos andamos erguidos, también los chimpancés lo pueden hacer, aunque habitualmente utilicen las cuatro extremidades. Creo que lo hacen para no dejarnos mal a los de nuestra especie. Los humanos no brincamos de rama en rama por los árboles, pero también tenemos otras exquisitas habilidades como saltarnos los criterios establecidos por nosotros mismos para un mejor funcionamiento social. “Ande yo caliente y ríase la gente”, en términos gongorianos cantados por Paco Ibañez. Saltarse la cola, vamos.

Somos unos expertos en esto último. Pasado el calentón de la primavera en el que algunos aplaudían a rabiar al personal sanitario, las cosas han vuelto a su cauce natural: es decir, a las trampas y al ninguneo. Sanitarios de primera línea de fuego y ciudadanos ven con rabia e impotencia cómo algunos irresponsables privilegiados los adelantan por la izquierda y por la derecha a la hora de recibir la vacuna.

Y aunque las prioridades de la administración en la inmunización contra la covid-19 siguen un criterio lógico y aceptado por todo el embarrado campo político, muchos o bastantes no lo han entendido. Se lo recuerdo por si acaso: residentes y personal sanitario en residencias de personas mayores y con discapacidad; personal sanitario de primera línea y personas con discapacidad que requieren intensas medidas de apoyo para desarrollar su vida. Seguro que los chimpancés, con los que compartimos un antepasado común, lo entienden.

Pues bien, como si fuese una película de Berlanga, políticos de todo pelaje, lideres sindicales, clérigos, algún militar de alta graduación, directores de la administración, e incluso esposas de estos se han pasado el protocolo por el arco del triunfo y al despreocupado aviso de “tonto el último” se han saltado la cola, los aplausos y la decencia. Algunos, para mayor vergüenza ajena lo han intentado justificar. El primer edil de Alcaracejos, en Córdoba, se puso la vacuna sobrante porque en la residencia de ancianos “las iban a tirar a la basura”. El consejero de Sanidad de Ceuta, un hombre que recelaba de las vacunas, según él, se dejó inyectar, para a continuación declarar: “Yo no quería, a mí no me gustan las vacunas”. Me recordó el caso de un compañero mío de estudios que le robaba los puros a su padre para no caer en el vicio del cigarrillo, cuyo humo, aseguraba él, era mucho más dañino. Por aquí también hemos tenido explicaciones peculiares. Muy solemne el hasta ahora director gerente del Hospital de Santa Marina ha dejado constancia de que no admitirá que le llamen sinvergüenza por haberse vacunado. Lo ha hecho con luz y taquígrafo, dice: y, claro, ha dimitido, no sin antes recordarnos sus esforzados servicios en la administración durante 37 años.

El nexo común de todos los casos es que ninguno pertenecía a los grupos prioritarios y poco más hay que decir, salvo que ninguno de ellos parece conocer, a juzgar por sus endebles y estúpidas excusas, la diferencia entre verdad y verosimilitud. Y es importante la diferenciación, más aún en el área pública.

La verdad no es imprescindible en la literatura; la verosimilitud, sí... salvo que se trate de pura ficción, argumentaba hace poco una estimada colega. En los libros, los personajes pasan por el molde creativo del autor o autora. Hay elasticidad suficiente para que se comporten de una manera extravagante, pérfida, heroica o canónica. El lector acepta el juego si quiere; y si no, deja el libro y quizás al autor para siempre. Pero la vida pública no es una novela; aunque muchas veces pueda parecernos una mala copia, la vida pública necesita la verdad. Por si les queda alguna duda: los que se han saltado a la torera abusando de su posición las prioridades establecidas por nuestro sistema sanitario no son chimpancés (verdad), pero han actuado como si lo fuesen (verosimilitud). Y algunas veces nos producen una vergüenza y rabia infinita aunque anden sobre dos piernas.

El autor es periodista