El último, puchi!”. Ese era un grito que lanzábamos de críos llamando a no perder nunca. Jugando al pelotón, lo importante era ganar. Y meter todos los goles que se pudiera. Como las porterías se construían con los jerséis depositados en el suelo, nadie sabía certificar si el balón había pasado entre los postes o por encima de ellos. Qué discusiones más bizantinas aquellas en las que el guardameta, que luego se cambiaba a jugador, aseguraba que el lanzamiento no había sido gol. “¡Había sido alta!”. Y si, por un suponer, quien lo decía era el dueño del balón, no había discusión posible. “Alta” y “alta”. La secuencia de patadas solo finalizaba cuando uno de los anárquicos equipos llegaba a un número predeterminado de goles. O cuando el propietario de la pelota se mosqueaba y ejercía su derecho de patrocinador del evento llevándose consigo el balón.

Todo tenía un rango comparativo de competición. Las chapas hechas con plomo se manejaban mejor que las de hierro. Saltaban menos y se ajustaban con más precisión a la hora del “taco y palmo”. Los “iturris” había que contrapesarlos bien, colocar de manera ajustada el cristal y sellar los bordes con masilla para que, en las carreras de txirrindularis, las tapas metálicas avanzaran mejor en las pistas pintadas con tiza en el suelo.

En el “txorro-morro-piko-tallo-ke”, los gordos saltábamos los últimos y “a lo bomba” para hacer rilar a los de abajo y seguir dominando en el juego; y en el “hinque”, cada cual tenía una herramienta puntiaguda más afilada que la del vecino. La cuestión era que clavara con mayor precisión. El afán era siempre el mismo: ganar, ser más rápidos, más listos, más hábiles, más espabilados. Por eso se gritaba lo de “¡el último, puchi!”. Bueno, el término completo era “puchi cagalera” y su sola mención provocaba una estampida no se sabe bien para qué. Cuando alguien lo pronunciaba, había que agarrar bien fuerte el pan con las onzas de chocolate y salir cingando hacia cualquier sitio. Todo antes de quedar atrás y ser señalado con mofa por la cuadrilla.

El principio filosófico de “lo importante es participar” vino más tarde, cuando los educadores pretendieron amansar a las asalvajadas fieras criadas en la calle. Fue entonces cuando se nos quiso inculcar los principios de responsabilidad, de solidaridad o de mancomunar esfuerzos. Intentaban que nos comportáramos como seres racionales. Que los neandertales se convirtieran en cromañones. Pero el que nació neandertal, neandertal creció y se multiplicó y bajo la epidermis de los jóvenes amansados había quedado la maldición de “el último, puchi”.

Ese orgullo mal entendido, ese ventajismo, está profundamente instalado en nuestro subconsciente colectivo. Es como un gesto despreciativo de los demás. Una autoestima idiota que intenta poner en valor lo propio, no por méritos de uno mismo, sino tratando de ridiculizar al resto.

Lo hemos visto hasta en el lamentable episodio de la vacunación contra la covid-19. Muchas comunidades se han lanzado a una carrera fulgurante por administrar a toda leche las vacunas de los viales disponibles del preparado elaborado por la farmacéutica Pfizer. Y con ello se han olvidado de que la inmunidad frente a la enfermedad se produciría con la inyección de dos dosis del mismo medicamento; la segunda, veintiún días después de haber suministrado la primera.

Pareciera que la inmunización de los pacientes fuera lo de menos. Había que correr, que poner todas las dosis recibidas para sacar pecho en el ranking. Lo que no calcularon es que, cualquier incidencia en la entrega de nuevos fármacos podía poner en grave riesgo la virtualidad del proceso iniciado y no concluido. Y el episodio ocurrió. Pfizer, cuyo nivel de producción del suero estaba ajustado a los contratos ya asumidos en el ámbito de Estados Unidos y la Unión Europea, se encontró con una oportunidad empresarial. Un país, digamos del Oriente Próximo, se había propuesto vacunar a su población en tiempo récord, aunque para ello tuviera que pagar los suministros a un precio cuatro veces mayor del acordado entre la farmacéutica y los países de Europa Occidental.

Ante esa oportunidad de negocio, Pfizer decidió desviar parte de su stock ya comprometido para surtir al bien pagador nuevo cliente. El desfase generado fue argumentado por la multinacional en orden a “problemas de ajustes” en la producción en su planta de Bélgica. Una circunstancia que retrasaría en tres o cuatro semanas las dosis comprometidas con la Unión Europea. La alarma se suscitó en la UE y ante la intervención de la presidenta Von der Leyen la farmacéutica Pfizer y el grupo alemán BioNTech -desarrolladores de la vacuna- tuvieron que comprometerse a limitar a una sola semana el retraso de sus entregas previstas. Aunque para ello tomaran la decisión de que donde antes se extraían cinco dosis, ahora, “por eficacia” se conseguían seis. Ganancia asegurada.

La globalización del mercado y la extrema competencia entre países tiene estas cosas. Ya ocurrió meses atrás cuando material contratado en China -epis y respiradores- desaparecía tras la llegada de ofertas competidoras que convertían la contratación en una subasta de carácter mundial.

En el Estado, las comunidades autónomas que solo pensaron en la competición reclamaron del Gobierno de Sánchez ser atendidos para no perder la eficacia del fármaco. Y el Ejecutivo socialista, por boca de su ministro Illa, atendió tal solicitud, premiando la frivolidad frente a la responsabilidad.

Por el contrario, quienes como los responsables del Servicio Vasco de Salud establecieron un protocolo de seguridad, salvaguardando la inmunización con la remesa de vacunas disponibles, tuvieron que sufrir el escarnio de la crítica continuada en medios de comunicación. Y también de la rapiña política de quienes han demostrado ser capaces de criticar una cosa y su contraria en un abrir y cerrar de ojos. Los que acusan a los gobiernos de no actuar contundentemente frente al incremento de contagios y, al mismo tiempo, criminalizan a la Ertzain-tza por impedir actuaciones incívicas de quienes reniegan del cumplimiento de las ordenanzas en vigor tendentes a reducir el impacto de la pandemia. Estamos hartos ya de reproches de brocha gorda de quienes pontifican sobre todo como charlatanes de mercadillo y en el colmo de la ironía aconsejan a la policía responder a las provocaciones de sus díscolos discípulos no con medios materiales de defensa del orden establecido sino con “pedagogía”.

Su reprimenda de hoy repite mensaje. Como siempre, para ellos, el Gobierno Vasco actúa “tarde”, “sin rigor”, “sin escuchar a nadie”, “sin planificación”. Desprestigian para intentar incidir en una opinión pública cada vez más fatigada por todo. Por la enfermedad, por las medidas restrictivas, por la falta de horizonte o por la limitación en la expresión de la afectividad humana necesaria.

Calentar el ambiente en estas circunstancias buscando el rédito político es imperdonable. Tampoco ayudan -para nada- actitudes incalificables de quienes aprovechándose de su posición se saltan el protocolo establecido y se benefician de una vacuna. Conductas así deben erradicarse y quienes las practiquen, ser apartados de cualquier responsabilidad por incompatibilidad con el principio de servicio público. Y por decencia.

Comportamientos aislados perjudican a la reputación de una entidad como Osakidetza cuya solvencia está firmemente acreditada. No en vano, el Servicio Vasco de Salud ha vacunado de la gripe a 600.000 vascas y vascos en apenas dos meses. Con tal experiencia y bagaje, nuestras autoridades sanitarias anuncian que, siempre que haya dosis suficientes, 370.000 personas mayores de 70 años estarán vacunadas ya en el mes de marzo. Y, si el flujo de fármacos no se interrumpe, para el verano más de la mitad de la población de Euskadi podrá estar inmunizada ante la covid-19. Mientras tanto, esperando que lleguen nuevas vacunas -Johnson & Johnson, AstraZeneka-, se sigue imponiendo el rigor y la compostura social.

No olvidaré fácilmente la última invocación a correr y no ser “puchi” que escuché. El chaval en cuestión , yendo el primero del grupo, miraba hacia atrás para situarse con ventaja. Cuando creyó que gozaba de una posición privilegiada pronunció el reto. Al tiempo, se giró y comenzó a correr. Con la mala fortuna de no percatarse de que delante de él había una sólida farola. En ella dejó dos dientes y, probablemente, las ganas de volver a decir lo de “¡el último, puchi!”.

El autor es miembro del EBB de EAJ-PNV