o me acordé de lustrar los zapatos. De pasar un paño al calzado presentándolo brillante. Tampoco tuve la prevención de abrir, aunque fuera en modo oscilobatiente, una ventana para permitir el acceso a la vivienda. Y lo peor de todo, no dejé dos copitas de licor, dos vasos de agua y unos trozos de turrón, como efecto llamada para los magos de oriente.

Sí, soy un poco desaborido y este tipo de tradiciones me sobrepasan. Donato, mi padre, era mucho más ordenado. Y Mari Tere le ganaba. Siempre se acordaban de los zapatos, del lustre, del betún, de los camellos, los pajes, y de las copitas -no sé por qué utilizo el diminutivo- de Cointreau dispuestas para que sus “majestades de oriente” se calentaran en la gélida noche “de reyes”.

¡Qué ojo clínico! ¡Cointreau! Ni Benedictine, Calisay o Marie Brizard. Precisamente Cointreau, el mismo brebaje -40 grados de licor de naranja- que, de vez en cuando, degustaban mis progenitores en un exceso festivo.

Yo me olvidé de los reyes. De Felipe VI y de todos los demás. Y como no podía ser de otra manera, los reyes se olvidaron de mí. No me tocó ni el haba en el roscón. Merecido lo tenía.

En ese sentido, el año nuevo nació triste. Con la misma estela del ejercicio pasado. Con gente querida que nos dejaba. Entre otros, y en lo próximo, Iñaki -el Eiguren de Akorda guardián del Parlamento-, Tere Gamboa, la secretaria ilustrada fiel; Paco Pozueta, la voz guipuzcoana en un tiempo de zozobra, y Mitxel Unzueta, el prestigio de la inteligencia, del derecho, en la reivindicación nacional vasca en el Estado.

No es fácil recuperarse por tanta pérdida. Tal vez el rescate de recuerdos, de vivencias no olvidadas nos permita superar el trauma humano de su desaparición. En tal sentido, me siento privilegiado de haber sido copartícipe de una parte, aunque sea minúscula, de la amplia experiencia vital de todos ellos. Katea ez da eten. No perdamos su ejemplo ni su memoria.

Creíamos que no podía haber una experiencia más horribilis que el año de la pandemia. Y con esa esperanza abrimos calendario, con un ojo en el futuro y el otro en el suelo que pisamos. La llegada de las vacunas nos posibilitó soñar. Color esperanza. Pero no tardó mucho la actualidad en volvernos a sacudir en un baño de realidad impensable.

Cuando el miércoles a la tarde asistimos a las imágenes del Capitolio estadounidense invadido por patanes enardecidos que arrasaban con los símbolos de la libertad que siempre admiramos, no supimos, en un vistazo, distinguir si lo que los canales de televisión vomitaban en directo era un episodio más de Mountain men, la serie que desarrolla la acción de tramperos, leñadores o ermitaños, o el intento insólito de una insurrección de grupos sectarios en el principal país del mundo occidental.

Los protagonistas de aquella secuencia no eran ni Tom, ni Marty o Eustace, aunque en algún caso el atrezzo les hacía guardar cierta similitud. El escenario tampoco era las montañas Revelación o las Rocosas. Era el corazón del país, Washington. En concreto, la sede de su soberanía popular, el Capitolio. Era el día en el que se debía certificar las actas de escrutinio estatales que ratificaran la victoria a Joe Biden como presidente de los Estados Unidos de Norteamérica.

La escena vivida en el parlamento estadounidense, en cierta forma, se nos hizo conocida. Por un momento, recordamos a Tejero, al los disparos en la Carrera de San Jerónimo y al 23-F.

La crónica del momento es por todos conocida y la conmoción que suscitó aquel asalto nos encogió el alma en un puño.

Cinco años de mentiras, de política interesada, de espurias conveniencias fueron el caldo de cultivo del asalto. Aquello no era una manifestación o la expresión de desencanto de una sociedad indignada contra la política. Fue la consecuencia de una estrategia de largo recorrido de deslegitimación de la democracia. Un intento golpista puro y duro que fracasó gracias a la fortaleza de un estado democrático que supo reaccionar rápidamente. Desde el poder judicial que se mantuvo firme en la defensa de las libertades, hasta las formaciones políticas -demócratas y republicanas- que fueron capaces de unir sus fuerzas ante la amenaza violenta de una insurrección como la propiciada por el aún residente de la Casa Blanca. Y así, la misma noche del asalto, en un ejercicio encomiable por restablecer la legalidad y el respeto al estado de derecho, los representantes norteamericanos volvieron al Capitolio y proclamaron a Joe Biden presidente de los Estados Unidos. En apenas cinco horas, las instituciones norteamericanas abortaron la amenaza de ruptura. Un ejemplo que admirar y que destacar.

Visto con perspectiva, el enfrentamiento del miércoles, se veía venir. Trump había abonado el discurso de la división en todo su mandato. Y en los últimos meses había amenazado con no reconocer los resultados electorales -si perdía- antes de que los comicios se desarrollaran. Denunció, sin pruebas, la supuesta parcialidad del voto por correo y, una vez de que la ciudadanía pasara por las urnas, se proclamó vencedor de un recuento inacabado que, poco a poco, dio a Biden una victoria inapelable. Una victoria democrática que el magnate se negó a reconocer presentando múltiples recursos sin pruebas que la administración de justicia ha rechazado totalmente, estado a estado y circunscripción electoral a circunscripción electoral.

Pese a la evidencia, pese a ser abandonado por muchos de sus más íntimos colaboradores, Trump insistió -sin el mínimo indicio probatorio- en la teoría de la conspiración. Se resistió a la transición de poder y hasta el mismo momento de la revuelta violenta pidió a los sediciosos que no se olvidaran que “les habían robado las elecciones”.

La estela de Trump, caracterizada por el descrédito del adversario, la utilización de la mentira, de métodos éticamente reprobables y de una política de denuncia permanente que busca siempre a un enemigo exterior como chivo expiatorio, ha alimentado movimientos populistas que han crecido rápidamente en las sociedades occidentales como una pandemia peligrosa.

En el Estado español tenemos un claro exponente que en lugar de ser combatido democráticamente ha sido acogido por diversas formaciones como un compañero más de estrategia. Una acogida peligrosa que nos debe hacer, a la vista del proceso americano, estar alerta de las consecuencias que puede alimentar en un futuro.

La estrategia de Vox -similar a la desplegada por Trump y su asesor Steve Bannon-, lejos de ser condenada por todos, ha provocado un efecto contagio en la política española. La trazabilidad del discurso disolvente propagado por la extrema derecha y asumido por un conjunto político y mediático es fácil de identificar. Se trata de un mensaje identificable por toxicidad y que conjuga al unísono términos de confrontación como “gobierno socialcomunista” , “filoetarras” o “vendedores de España”. En el principio del discurso instalado por los participantes en la foto de Colón se encuentra la conceptuación del ejecutivo español como “gobierno ilegítimo”. Esa acusación, repetida en el tiempo hasta su amplia asunción, se fue modulando en el debate, incluso parlamentario, y se transformó en la idea de que asistíamos a una “dictadura constitucional”. La extrema derecha y también los conservadores que compiten con ella identificaron esa supuesta situación con el “totalitarismo”. Y ahí es donde conjuga causa-efecto. Contra una dictadura, para derrocarla, es legítimo hacer todo lo que se pueda. De igual manera, la manipulación política al uso expresa que para combatir el totalitarismo es legítimo rebelarse.

A partir de esa sucesión de ideas, repetidas machaconamente por políticos y por líderes de opinión, se pretende crear un clima de provocación, de incitación, que puede dar pie a que cualquier día un sectario o un fanático decida cometer una barbaridad.

Si toda esta atmósfera, fácilmente reconocible en el ámbito político y mediático existente en el Estado español, coincide además con movimientos nostálgicos como el que conocimos meses atrás de exmandos militares que hablaban de “fusilar a 26 millones de hijos de puta”, cabe albergar la hipótesis de que un escenario como el que acabamos de ver en los Estados Unidos -inimaginable otrora- pueda producirse también aquí. Trumpistas exaltados no faltan y zafios montañeses uniformados con banderas al viento capaces de cualquier cosa, tampoco.

Esperemos que para esta pandemia destructiva pueda utilizarse en Europa la vacuna que los norteamericanos han aplicado ya en el Capitolio. La vacuna de la democracia.

El autor es miembro del EBB de EAJ-PNV