as relaciones paterno-filiares marcan para siempre. Generan una huella identitaria imborrable y determinan el comportamiento de los individuos en su crecer evolutivo.

Peru -pongamos este nombre figurado para no identificar al personaje- venera el recuerdo de su aita. Hace tiempo que murió, pero su simple recuerdo ilumina el rostro del hoy ingeniero jubilado. En vida, tal estima era menor. Su padre, un pulcro administrador de fincas y patrimonios, era todo un personaje. Cordial y abierto con los amigos -un plaza gizon- pero, de cara a la familia, un estricto mentor, exigente y riguroso. Hasta tal punto , que sus hijos temían su autoridad.

Como marcaban los cánones, para que el porvenir de sus vástagos fuera de provecho, se determinó que la educación de Peru, el mayor de tres hermanos, se forjara con la solidez de quien se ve obligado a ingresar en un internado. Fuera de casa, en Vitoria, aquel chaval fue modelando sus conocimientos con la doctrina de una orden religiosa de reconocido abolengo en la sociedad gasteiztarra. El internado y su dinámica fue difícil de llevar, pero Peru se acomodó rápido a su nueva disciplina de vida. Además, aquel régimen era para él una bendición en comparación con el marcaje al que estaba acostumbrado en su casa. Los primeros años progresó notablemente y sus estudios brillaron. Pero, poco a poco y a medida que el tiempo pasaba, la notas sobresalientes comenzaron a escasear. Finalmente, llegada la edad rebelde, la historia cambió. Peru había sabido hacerse con el entorno. Las amistades se prodigaron, la inquietud juvenil creció. Descubrió un mundo exterior rutilante, con una mística progresista pseudorevolucionaria embaucadora para cualquier joven. Y se entregó a toda aquella atmósfera de porro e “iraultza” desatendiendo sus estudios y firmando un expediente académico lamentable.

Lo peor de todo era que el curso finalizaba y Peru debía enfrentarse a su padre con unas notas deficientes en la mano. El temor a cómo sería recibido le generó una profunda depresión. Antes de dar la cara ante su progenitor, antes de soportar sus amonestaciones, prefería morirse. Así que ideó un plan para dejar este mundo y liberarse del castigo paterno que seguramente le aguardaba.

Lo cierto es que Peru no tenía ninguna tendencia suicida. Sólo quería evitar el trance del castigo. Y su mejor ocurrencia fue morirse. ¿Cómo? Durante los años que había convivido con los curas, éstos habían cargado su conciencia con el pecado, especialmente con los “actos impuros”. “Tocarse” generaba ceguera y persistir en la masturbación podía conducir a la muerte. Así que, ni corto ni perezoso, Peru decidió acabar con su vida sin sufrimiento, entregado al placer pecaminoso. “Matándose a pajas”. A ello se puso. Y con afán. Hasta el agotamiento. Y vuelta a empezar. Pasaron los días, pero por mucho ímpetu empleado, el óbito no llegaba. Quien llegó fue su progenitor. Y allí se lo encontró, al borde del agotamiento, pero vivito, aunque no coleando.

Peru no olvidó nunca aquella experiencia. Morir no se murió, pero casi. Primero, de vergüenza; y luego, por la irritación. Las ampollas provocadas en determinado apéndice corporal conviertieron durante un mes el orinar en un dolorosísimo trance. El “socialismo”, la “autogestión”, la “progresía” y la “erótica revolucionaria” del “pijismo” setentero se acabaron de repente. De repente y con un bote de pomada Halibut que su padre le administró como bálsamo para su escozor. Su padre, nuevamente, encauzó su vida.

Cuando el pasado jueves escuché la intervención de Arkaitz Rodríguez en el Parlamento Vasco, me acordé de Peru. Por su reacción suicida de evitar encajar la crítica política con naturalidad. Rodríguez contestó airadamente cuando desde la bancada de enfrente se le apuntó al anunciar su partido el apoyo a los presupuestos generales españoles.

Hacer mención a la contradicción histórica de la izquierda abertzale con su nuevo giro político en Madrid era un reproche sencillo de formular. Durante años, los predecesores de Rodríguez habían acusado a los demás de “venderse a España”, de “españolizarse” o de “hacer negocio” como consecuencia de las alianzas o apoyos puntuales a diversos ejecutivos estatales. Fueron tan gruesas las acusaciones que la izquierda radical vasca había hecho al PNV por esta razón que resultaba lógico que ahora, cuando los herederos de Batasuna hacían algo similar a lo que anteriormente condenaban, tuvieran que escuchar sus propias admoniciones. Y Arkaitz Rodríguez lo debía saber. Hasta Joseba Permach, desaparecido en las redes sociales, reconocía que “hay a quien incomoda la aprobación de EH Bildu a los presupuestos del estado español. Se puede entender, pero la política es siempre incómoda, quien baja al barro se mancha, quien tiene principios tiene contradicciones, quien quiere algo tiene que estar dispuesto a dar algo”.

Impecable resumen de la situación. Pero Rodríguez no lo vió así y prefirió seguir en el barro. “Mientras el PNV participa en la política española para mendigar y para sostener el régimen en beneficio de unos pocos, EH Bildu va a Madrid a tumbar definitivamente ese régimen”. ¿Tumbar? ¿Acabar con el régimen, con el Estado, dándole votos favorables? Es como pretender matar un cerdo a besos o, como Peru, acabar con su existencia a través del onanismo.

El secretario general de Sortu debería templar el nervio antes de manifestarse. Quizá la convulsa situación de su masa social le lleve a este paroxismo, pero debería guardar su ímpetu para convencer de la bondad de sus hechos a los propios -y al principal sindicato del país que le reservará una salva de reproches- que a quienes con cierta dosis de ironía han dado la bienvenida a su entrada tardía al juego democrático.

Estamos a punto de asistir a un momento único en política: el instante en el que una formación partidaria cuyas raíces se anclaban en la confrontación con el Estado decide apoyar, por primera vez en la historia, los Presupuestos generales del Gobierno español. Sí, aunque a Arkaitz Rodríguez no le guste, el Gobierno del mismo Estado opresor español que juraron durante decenios destruir (incluso por vías cruentas).

La decisión de EH Bildu de tratar de poner en valor su presencia en Madrid no es un hecho menor que, más allá del escozor del dirigente de Sortu, debe ser reconocido públicamente y sin matices. La sociedad vasca, los electores y todo el mundo llevábamos clamando tiempo para que la izquierda independentista normalizara su modo de participar en la política. La agitación y la propaganda ha sido tradicionalmente su campo de juego, pero más allá de la retórica o de la actividad de campanario, los herederos de Herri Batasuna necesitaban cruzar su rubicón particular y mojarse si pretendían de verdad sacar sus castañas del fuego.

Un dicho popular señala que quien “quiera peces, se moje el culo” y eso ha sido lo que ha llevado a EH Bildu a dar el paso definitivo a su normalización y aggiornamento. A nadie se le escapa que el insólito voto favorable de EH Bildu al presupuesto español habrá tenido una contrapartida concreta. Aunque no se haya explicitado. No es difícil imaginarse el ámbito de negociación en el que habrán transcurrido los contactos. Tampoco las partes en cuestión han buscado una foto que selle su compromiso. Quizá una instantánea les penalizaría más que otra cosa. Y es que en ambos territorios hay sectores reactivos al acuerdo. Lo importante, más allá de la publicidad, es el resultado de la transacción. Sánchez -y más que él, Iglesias- necesitaba ampliar la base parlamentaria de su gobierno y la izquierda independentista se veía obligada a aliviar la ansiedad de quienes vuelven a preparar la tradicional manifestación de enero para no olvidarse de sus activistas presos.

En ese sentido, nada puede reprochárseles en este pacto. Pero, siendo así, más le valdría a Rodríguez admitirlo y no camuflarlo con bravatas como la de “tumbar el régimen”.

La acción política, aquí o en Madrid, debe tener un sustrato fundamental; la búsqueda del bien común. Y los acuerdos encaminados en esa senda merecen todo el respeto, los firmen quienes los firmen. Pero, cuando el sentido de la responsabilidad es auténtico, esa búsqueda del bien común debería imperar en todas partes. Allí, pero también aquí. Así que esperamos que EH Bildu demuestre si su voluntad es auténtica y obre con el mismo criterio de responsabilidad con el que se ha manifestado en España. Lo contrario solo lo entendería Arkaitz Rodriguez.

Madrilen uso, Euskadin otso?

El autor es miembro del EBB de EAJ-PNV