rente al letargo, la apatía y el miedo a expresarse con libertad, y fuera de las limitaciones, autocensuras y prohibiciones que impone la corrección política, las elecciones norteamericanas lanzan un potente mensaje de vitalidad. A pesar de la polarización, la crispación y la cancelación de debates televisivos, fenómenos no exclusivamente norteamericanos, hay partido y ello es, sin duda, la señal de una sociedad que se mueve, ambiciosa e inconformista.

Tirando de manual y en base a los clásicos mantras, existe la tentación de recurrir a la consabida lista de conceptos que, desde cierta comodidad y, en algún caso, superioridad moral, intenta analizar y explicar lo que ocurre en el país norteamericano. Pensar que todo se reduce a compartimientos racistas y clasistas y que detrás de todo existe una acumulación de odio y resentimiento sirve para un análisis parcial, incompleto y no ajustado a la realidad.

Michael J. Sindel, en su último libro La tiranía del mérito ¿Qué ha sido del bien común? (2020), señala la meritocracia como un elemento de desagravio que muchos norteamericanos y norteamericanas sienten ante el discurso de sectores del Partido Demócrata. En este contexto, la pregunta que cabe hacerse es por qué personas que se sienten humilladas y despreciadas por la defensa que de la meritocracia hacen algunas voces próximas al Partido Demócrata depositan sus esperanzas en personas que tampoco muestran sus mejores credenciales como modelos de comportamientos meritocráticos. Aquellos que no han podido acceder a la enseñanza universitaria se rebelan frente a los que les reprochan y culpabilizan de su situación. Por cierto, y tampoco es exclusivamente un fenómeno norteamericano, muchos adalides de la meritocracia, tanto los situados en una de las sensibilidades como en la otra, han podido acceder a ámbitos de enseñanza no precisamente por causa de sus méritos. Los atajos también son causa del mucho malestar que existe hoy a lo largo y a ancho del mundo.

En este cuadro, sin embargo, Trump ha sido capaz, cuando menos hasta ahora, de empatizar con mejor acierto que los progresistas, que a ojos de muchos se muestran distantes. Irrita más la frialdad de aquellos que, ante todo, deberían mostrarse cercanos y más cálidos ante la sensación de fracaso que muchos sienten hoy.

No cabe duda de que en un contexto de incertidumbre y de miedo, los sectores que históricamente han intentado defender los derechos de los más vulnerables no están tocando la tecla emocional adecuada para conseguir su voto. Aciertan con algunas de las voces y sensibilidades minoritarias, pero no con todas.

Acierto propio o desacierto de otros. Posiblemente sea un cúmulo de elementos y de circunstancias. Se observan similitudes de fenómenos que transcurren en otros ámbitos. Que el declive del catolicismo en muchos países latinoamericanos o en parte del cada vez más influyente segmento del voto latino en Estados Unidos sea la causa del notorio crecimiento del evangelismo. Al igual que Trump o Bolsonaro, los evangelistas están leyendo de manera más clara lo que reclaman algunos sectores abandonados a su suerte y ávidos de esperanza. En este sentido, en lugar del lamento ineficaz, la iglesia católica, al igual que sectores de la progresía, debería ponerse manos a la obra, más pronto que tarde, para empezar a entender que estamos ante otro ciclo, otro tiempo y otro paradigma.

Sin entrar en el terreno de las cábalas, pero resulta difícil pensar en la hipótesis de lo que podría ofrecer hoy una candidatura afín a los clásicos postulados del partido de Lincoln. Parte de lo que ha representado históricamente el Partido Republicano se refugiará bajo el paraguas de la moderación y el centrismo de Biden. Pero puede que no sea suficiente para derrotar a Trump.

En un contexto endiablado, cambiante y caótico, Trump fue el candidato que llegó en el momento oportuno y con algunas de las circunstancias a su favor. El que mejor interpretó la partitura del nuevo paradigma. Algunos de los vientos que soplan le acompañaron hace cuatro años y en cierta medida le siguen acompañando. La irrupción de Trump y de las redes sociales ha sido en este sentido paralela. Un billonario que se hace entender ante el obrero de Pittsburg. Ahí radica su mérito. No cabe duda de que, tal como señala la filósofa norteamericana Martha C. Nussbaum (La monarquía del miedo, 2019), sin el miedo existente la disputa electoral discurriría por cauces más convencionales.

Pero las cosas no son ni como algunos quisieran que fueran ni como uno las elige. Nadie esperaba el covid, y ante eso no hay otra alternativa que adaptarse. En los momentos dulces del carbón y de la industria del automóvil, en Estados Unidos y en muchas partes del mundo, no había tiempo ni para el reproche ni para la culpabilización del otro. En la bonanza la exigencia desaparece, nos adentramos en la comodidad y nos abocamos a disfrutar del momento. En el fracaso, lejos de asumir responsabilidades propias, las dianas florecen y algunas reúnen mejores condiciones para ser objetivo del disparo.

Aun con sus especificidades, también en Estados Unidos se reproduce un escenario donde divergen comportamientos generacionales de tipo electoral. El peso demográfico y electoral de los baby boomerscondiciona de manera definitiva las estrategias electorales y responde en gran medida a las urgencias vitales de la mayoría de los votantes. Es aventurado concluir si se va a dar un fenómeno similar al que se produjo en Irlanda en las elecciones del 8 de febrero, donde el Sinn Féin bajo el liderazgo de Mary Lou Macdonald, a través del voto joven se reveló de manera ostensible superando clichés ideológicos. Son incertidumbres que se aclararán en breve, pero, en cualquier caso, lo que ocurra en Estados Unidos marcará el paso en otros lugares donde todavía pesan factores que solapan sentimientos claros de cambio. En cualquier caso, las tendencias conservadoras de un signo u otro en el actual momento de incertidumbre tienen boletos para perpetuarse.

La inmensidad geográfica del país norteamericano permite permanentes procesos de cambio que son impensables en geografías reducidas donde la homogeneidad dificulta incluso oscilaciones mínimas. El dinamismo de la sociedad norteamericana es sin duda incomparable y difícilmente igualable. La incorporación que se ha producido de nuevos electores a determinados countys en Florida dilucidará el empate que se prevé entre Biden y Trump. Una incorporación de diferente signo a la que se ha producido en ciudades como Austin (Texas) o Boise (Idaho), bastiones republicanos pero donde también se empiezan a vislumbrar cambios en las tendencias que posiblemente en el futuro dibujarán un escenario diferente al actual. Tendencias, por cierto, en una u otra dirección, en localizaciones incluso próximas donde se están produciendo movimientos de signo contrario en base a incorporaciones de perfiles sociológicos antagónicos. Esta es la grandeza del país norteamericano, de una auténtica diversidad que muchos envidiamos, lo que nos crea fascinación. En Estados Unidos siempre pasan cosas frente a la quietud que caracteriza a otras sociedades. Su dimensión geográfica es, entre otros, uno de sus grandes aliados.

Discrepo totalmente de las voces que hablan de su decadencia. Más al contrario, sitúo lo que ocurre allí como claro signo de dinamismo y de su energía. Más allá del debate bronco, nada diferente al de otras contiendas electorales de otros países, existen ámbitos donde la contribución de las ideas es única. Añoramos y reclamamos debates sobre la meritocracia, sobre el peso de los baby boomers, sobre la desigualdad, sobre la deuda contraída por los estudiantes, sobre el acceso a la vivienda y tantas otras cuestiones que siempre quedan pospuestas. Sea quien sea el vencedor, Estados Unidos seguirá marcando el paso y abriendo los horizontes del futuro. La previsibilidad nunca ha sido parte del acervo norteamericano.