sistimos desde hace tiempo a un paulatino y programado arrinconamiento, cuando no desprecio, de las Humanidades, entre las que ocupa un lugar cimero la Historia, como paradigma de las “ciencias” inútiles. Contra esta falacia he estado inútilmente clamando en el desierto desde los años 80 del siglo pasado. Si volviera a la docencia, el primer día de clase pondría en el encerado: “HISTORIA”. Con esta asignatura aprenderéis a no ser engañados como vuestros padres”. Y añadiría esta otra, no menos ilustrativa, de Cervantes en el Quijote sobre su beneficioso provecho: “Historia, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir”.

Este exordio introductorio viene a cuento del redescubrimiento del rural por parte de una notable cantidad de la población tras los meses del confinamiento sufrido a causa de la pandemia. Nací en el valle de Quiroga, una zona hoy deprimida y vaciada, situada en el sur de la provincia de Lugo dentro del Xeoparque Montañas do Courel y de la Ribeira Sacra, singular territorio de viticultura heroica. Es una comarca rural, que ha tenido este verano una ocupación altísima, alrededor de 85%. Se ha acercado a ella una multitud de foráneos, que han redescubierto, al menos momentáneamente con motivo de la pestilencia, el valor de lo campestre como alejado del contacto epidémico, apacible, desprovisto de las estrecheces del aislamiento e, incluso, adornado de virtudes morales.

A lo largo de la historia de han producido situaciones similares. En el imperio romano, siglo I de nuestra era y siguientes, la excesiva aglomeración urbana en Roma y las sucesivas pestes, algunas de las cuales hirieron de muerte a algún emperador como Marco Aurelio, provocó la eclosión de una corriente bucólica. De ella se hicieron eco poetas como Virgilio, en sus Bucólicas y Geórgicas, Horacio, exaltador de la plácida y placentera vida aldeana, y el mismo Ovidio, que lamentaba las traiciones de sus antiguos amigos cortesanos: “Donec eris felix, multos numerabis amicos. Tempora, si fuerint nubila, solus eris” (Mientras seas feliz, tendrás muchos amigos. Si los tiempos se vuelven nublados, estarás solo).

En el siglo XVI hispano, en cuyo imperio no se ponía el sol y relucían las picas en Flandes, las grandes ciudades eran a veces insoportables y las pestes acechaban desde cualquier esquina. Sevilla era la más populosa en virtud del monopolio del tráfico con Indias. Cada vez que se declaraba una pandemia se producía una auténtica desbandada ciudadana hacia las posesiones y núcleos rurales. Por eso algún médico sentenciaba: “Huir de la pestilencia es buena ciencia”. Y añadía las tres eles: “Huir luego, huir lejos y huir largo tiempo”.

Fray Luis de León imitaba a Horacio y ensalzaba la descansada vida que huía del mundanal ruido. Fray Antonio de Guevara, de progenie vasca, aunque natural de Cantabria, obispo de Mondoñedo, redactó su Menosprecio de Corte y Alabanza de Aldea (1539). En la misma línea escribió Diferencia de la vida rústica a la noble, el estellés Pedro de Navarra, escritor, monje benedictino, obispo de Comminges (Francia) e hijo natural del rey Juan III de Navarra y de María (o Catalina) de Ganuza. También es digna de mención una de las escasas mujeres letradas, Luisa Sigea de Velasco, natural de Tarancón (Cuenca), humanista, poetisa y políglota del Renacimiento. Escribió en 1552 el opúsculo Dialogus de differentia vitae rusticae et urbanae, una conversación en latín entre dos amigas sobre la forma de vida que más les conviene, la vida agitada de la corte o la tranquilidad de la vida retirada. Tampoco conviene silenciar la obra Coplas en vituperio de la vida de palacio y alabanza de aldea, una obra escrita por un secretario del duque de Feria, Suárez de Figueroa y Córdoba, apellidado Gallegos, cuyas Coplas, en vituperio de la vida de palacio y alabanza de la de aldea fueron traducidas al francés, inglés, italiano y alemán.

Empezaba así sus cantigas:

“Estando çerca de un rrio

que vaxava de una sierra

sentado en la verde tierra,

libre de aquel desvario

que en los poblados se encierra

gustaba de quietud,

cualquier trato aborresçia

y en esta filosophia

alcançava la virtud

que en la soledad se cria.

Los verdes prados mirava

todos cubiertos de flor,

con un muy suave olor,

tal que el mesmo declarava

la excelencia del criador;

era el silencio tan blando

que en el campo se sentía,

que a la memoria traya

cossas qye estallas pensando

rrecrea la fantasía”.

Al igual que ocurrió en las épocas históricas aludidas, observo en esta una vuelta al campo, tan maltratado por la despoblación, la desidia y la falta de voluntad política para remediarlas. Pero no supone este retorno una reivindicación del rus frente a la urbs. Es un regreso pasajero, idílico y efímero, impulsado por la negativa experiencia del confinamiento, que fomentó un concepto idealista del mundo agrario. No es lo mismo pasar unos días vacacionales de solaz y esparcimiento que vivir continuadamente en un medio rudo, solitario y apartado. No existe una visión realista, sincera, que estimule y promueva la reocupación del espacio rural abandonado mediante políticas activas pragmáticas. Ya me gustaría contemplar por el secreto observatorio del rabillo de un ojo la vida cotidiana de un desencantado urbanita transplantado a una tranquila aldea, carente de los servicios mínimos normales: transporte, sanidad, educación y comunicaciones.

Nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena y nos percatamos de que una pandemia como ésta es mucho más difícil gestionarla y sufrirla en las grandes ciudades que en las aldeas y pueblos pequeños, pero el retorno al campo es un respiro transitorio. En cuanto escampe, volveremos al medio urbano, porque la ideología hegemónica nos ha inoculado también este virus. No nos engañemos. La raíz profunda del problema es estructural y se halla en el sistema dominante depredador, ya sea capitalismo autoritario de estado, ya sea estado de capitalismo neoliberal, que margina lo que no suministra alta e inmediata rentabilidad económica.

La despoblación rural sigue su curso inexorable cara la decadencia final sin que nadie ose ni quiera ponerle remedio. No hay más que acercarse a Galicia, a una de las 2.028 aldeas sin ningún vecino, a las 1.041 con uno solo o a cerca de 9.000 con menos de diez habitantes para comprobar este ocaso. Los escasos habitantes son ancianos, encorvados onerosamente por el peso de lo que el griego Hesíodo, hacia la lejana fecha del 700 a.C., llamaba los “trabajos y los días”. Esos cuerpos seniles de alma cansada deslizan hacia el forastero una mirada resignada y nostálgica como ciervos heridos a la luz de la luna.

El autor es historiador