or primera vez en lo que va de legislatura, el Gobierno español sentía el gélido escalofrío de encontrarse a la intemperie, pues la mayoría que le aportaban los dos socios de coalición no resultaba suficiente para ratificar un decreto ley elaborado con prepotencia y desafiando al sentido común. Sánchez y los suyos cobraban el pasado jueves una dura derrota parlamentaria de la que deberán aprender, especialmente la ministra de Hacienda y portavoz, María Jesús Montero, cuyas formas de negociación política parecen ancladas en su pasado andaluz de mayoría absoluta. La materia derogada era un intento confiscatorio de los remanentes de tesorería municipales, atesorados por los entes locales y que la Ley de Estabilidad imposibilita gastar más allá de la amortización de deuda.

La derrota parlamentaria, dolorosa para el gobierno pero infecunda para la oposición pues nada positivo consigue más allá de la alegría del mal ajeno, es rotunda y sin matices ya que desde 1979 y hasta hoy tan solo han sido cinco los reales decretos derogados en sede parlamentaria por falta de apoyo. Cinco reveses en cuarenta años, lo que categoriza el mal hacer de unos gestores que han terminado por pagar su arrogancia y falta de previsión. El fracaso cosechado debe servir, cuando menos, para que Pedro Sánchez y la actual titular del departamento de Hacienda, especialmente esta, enmienden su talante de cara a la próxima negociación de los Presupuestos Generales del Estado, unas cuentas vitales e imprescindibles de cara a posibilitar la llegada de fondos europeos extraordinarios que permitan combatir las consecuencias de la crisis económica provocada por la pandemia.

El fiasco parlamentario llega, por lo tanto, en un momento crucial de la actividad política en el Estado. Justo en la antesala del tracto presupuestario. Y, por si fuera poco el desastre, ha tenido lugar en medio de una sucesión de desencuentros entre los socios de gobierno que ha puesto en evidencia la existencia de un mar de fondo poco propicio para asentar sólidamente las políticas públicas que el momento requiere. Un ruido que, además, es amplificado por una de las partes, que alimenta una y otra vez la sensación de dos gobiernos en uno.

Es, salvando las distancias, como esa imagen que todos hemos visto más de una vez en la que un perrito patada acosa a ladridos y muerde los bajos del pantalón de quien lo pasea, en un ejercicio insufrible de incomodidad y agobio.

Que la presencia de Pablo Iglesias y Podemos en el gobierno no iba a ser pacífica lo dábamos por hecho; es legítimo que el pequeño trate de defender su territorio ante el poderío del grande. Ahora bien, una cosa es marcar paquete y otra bien distinta convertirse en lo que en mi casa siempre se llamó “un metete”, un zascandil especializado en “ciriquear” (de “zirikatu”) permanentemente al socio principal.

Pablo Iglesias no da puntadas sin hilo. Siempre que actúa o dice algo, lo tiene perfectamente pensado. Y todo tiene un porqué. El vicepresidente segundo del Gobierno español es, ante todo, un político táctico. Un enredador que tejerá y guionizará decisiones para que parezcan una cosa y al final sean otra, la que a él le convenga. Porque en todo momento lo que pretende es llevar el agua a su molino. Aunque para ello utilice juegos malabares. Pablo Iglesias, es en ese sentido un metete profesional.

El otro día, en el marco de una entrevista en directo en la Cadena SER, Iglesias volvió a dar un recital de su carácter sibilino. Ante una pregunta de la periodista sobre un supuesto enfrentamiento en el seno del gobierno de coalición, el líder de Podemos lo confirmó sin afirmarlo: “Sobre cuestiones de este tipo no voy a hablar en los medios, se lo diré al presidente. Lo haré en privado”.

Con esta respuesta rebuscada, Pablo Iglesias confirmaba, sin lugar a dudas, las diferencias en el Ejecutivo español. “Si no me quiere contestar a esta pregunta -colegía la periodista entrevistadora- deduzco que esa situación le molesta”. E Iglesias volvió a reconfirmar con un pase de pecho: “Usted es muy perspicaz y se da cuenta de lo que hay dentro de mi voluntad de no contestar, precisamente por lealtad al presidente del gobierno. Si hace algo que no me gusta, se lo digo en privado”. Pero enseguida lo privado se convirtió en público al afirmar Iglesias que “en el caso de la huida del rey emérito tuvimos una discusión fuerte y el presidente se disculpó y eso le engrandece”.

La retórica del líder de Podemos me recordaba a la de un fulano que hacía uso sutil del insulto. “No seré yo el que diga de ti que eres un hijo de puta…”. Sibilino. “No diré” pero “digo”. Deshonesto y desleal. Además de falso y artificial.

Esa actitud insolente y oscura difícilmente sorprende ya a alguien.

Cada vez que, por ejemplo, Iglesias llama al PNV es para poder decir ante terceros que este partido avala sus tesis en relación a una cuestión política concreta. Lo hizo ya en el pasado y lo sigue haciendo ahora. Si su interés es presionar a Pedro Sánchez para que haga una cosa u otra, primero le apretará en casa, en su relación de socio de gobierno, y en paralelo buscará que otros refuercen su causa; aunque sea utilizando en vano su nombre.

Cualquier conversación o referencia que él busque será para utilizarla como ariete de su estrategia. Aunque su interlocutor no haya apoyado sus tesis. No importa. Lo relevante para él es utilizar el contacto, no la respuesta; pasar por ser el muñidor o interlocutor de un grupo plural, de una alternativa suficientemente numerosa ante una determinada propuesta política. Así, ha protagonizado episodios pintorescos. Desde un intento de desestabilizar al PP en la elección de la Mesa del Congreso hasta alternativas a Rajoy en su última etapa en Moncloa pasando, claro está, por la búsqueda de alianzas ante la formulación del nuevo ejecutivo.

Ahora, con un Podemos en horas bajas y con poco que decir en relación a Europa, el líder de los morados trata de recuperar protagonismo frente al cada vez más acusado cerco que sobre él cierra el poder judicial, que parece tenerle ganas. Diluido en un ejecutivo en el que solo sobresale para dar la nota y perdido el protagonismo de tiempos pasados, Iglesias vuelve a la carga como el Rasputín de una nueva “mayoría social y política” que le permita recuperar oxígeno ante la incertidumbre que genera la próxima necesidad de Pedro Sánchez de aprobar unos nuevos presupuestos.

Así, ante la duda que suscita la posición de Esquerra Republicana sobre los presupuestos del Estado, que vuelve a depender del equilibrio electoral interno que se vive en Catalunya, Pablo Iglesias vuelve a emerger como el perejil en la salsa. Intenta enseñar a Sánchez el camino para una nueva mayoría con la complicidad de Arnaldo Otegi y EH Bildu en una operación arriesgada pero no imposible, a pesar de que parezca descabellada, con el objetivo de diluir la tentación socialista de alcanzar un acuerdo con los naranjas de Arrimadas. Y para hacer prosperar tal intento necesita que otros le sigan como al flautista de Hamelin.

Iglesias hace su cuento de la lechera particular: Más País, Teruel existe, Baldoví, los canarios, los cuatro del PdCAT que no JxCat, y, por supuesto, el PNV. Si fuese así, él está convencido de conseguir una abstención de los republicanos catalanes y el voto favorable de los de Otegi. Todo para condicionar, una vez más, a Pedro Sánchez. Para dirigirle por control remoto por la buena senda que él determine. El gran timonel de Podemos pretende ser nuevamente el clavito del abanico, la clave de bóveda que estructure una mayoría en España en la que el resto de formaciones baile al son de su música. Soberbia intelectual de quien se cree moralmente superior.

Por esos vericuetos transita el vicepresidente segundo. Como Teseo por el laberinto pero, me temo, sin el ovillo de hilo de Ariadna.

Vuelven, por tanto, tiempos de enredos, de artes escénicas sobre el tablero. De postureo y sainete. Todo lo contrario a la seriedad y a la responsabilidad a las que el momento obliga. Sánchez ya puede espabilar si pretende estabilidad y proyección. El varapalo del pasado jueves debe servir para que se tome en serio una política de alianzas basada en el reconocimiento y en el compromiso. Una política de alianzas cimentada en la lealtad y en el respeto. Solo así podrá cohesionar un número de apoyos suficiente que le dé estabilidad en el Parlamento. No hacerlo será dejar el protagonismo en manos de metetes profesionales. Y en ese futuro nada bueno nos aguarda.

* Miembro del EBB de EAJ-PNV