n los debates actuales sobre el futuro del capitalismo (véanse las obras recientes de Stiglitz, Azmanova o Piketti, entre otros) figura de forma prominente la pregunta clásica de la economía política acerca de la redistribución de la renta y, de forma directamente asociada, la cuestión del grado óptimo de intervencionismo estatal en las economías.

Este asunto está relacionado de forma directa con los análisis de la innovación, qué contextos y culturas la favorecen, y qué papel deben asumir los Estados para potenciarla. Inicialmente, el debate anglosajón postulaba la innovación como resultado directo del comportamiento emprendedor de las personas, los líderes empresariales.

Análisis posteriores (Atkinson, Mazzucato, entre otros) han venido a subrayar el papel esencial de las instituciones y los gobiernos en el emprendimiento y la innovación, como parte de una necesaria política industrial y tecnológica que fomenta la competitividad de las regiones y países.

En el proyecto que llevamos a cabo en la London School of Economics, junto con el University College London (congelado parcialmente debido a la pandemia del coronavirus) queremos establecer con claridad los factores socio-espaciales que fomentan y promueven la cultura de la innovación, así como identificar las barreras institucionales y estructurales que pueden llevar a abortar, modificar o incluso fracasar proyectos y políticas de innovación en curso.

No voy a detallar el proyecto en este artículo, sino que más bien voy a hacer una reflexión de tipo más general intentando explicar que la innovación es un rasgo esencial del capitalismo, incluso del “ser modernos”, y que, por tanto, no es algo novedoso en las economías políticas y en las sociedades capitalistas, sino que está presente en ellas al menos desde el siglo XIX.

La frase que he utilizado como título de este artículo está tomada del Manifiesto comunista de Marx y Engels, concretamente del capítulo en el que los autores se detienen a analizar y alabar el carácter dinámico de la burguesía, es decir, del capitalismo. La frase completa dice así: “Todo lo sólido se desvanece en el aire; todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas”.

Vemos sin duda que Marx y Engels quieren destacar en la época burguesa que da origen al capitalismo una incertidumbre y una agitación permanentes -un carácter innovador- que la distinguen de épocas anteriores. Todo esto es sabido, aunque no es en Marx y Engels en quienes habitualmente se piensa al tratar el asunto de la innovación; normalmente pensamos en Schumpeter.

Desde el prisma schumpeteriano, innovación es “destrucción creativa”, el proceso de creatividad aplicada que tiene lugar en una economía de mercado en la que los nuevos productos destruyen viejas empresas y modelos de negocio. Las innovaciones de los emprendedores son la fuerza que hay detrás de un crecimiento económico sostenido a largo plazo, pese a que puedan destruir en el camino el valor de compañías bien establecidas.

La idea de destrucción creativa llegó a la tradición occidental desde el hinduismo y fue Nietzsche quien primero la reelaboró, para de él pasar a Werner Sombart y de este a Schumpeter, a quien se ha atribuido con frecuencia en el ámbito de la economía durante los últimos veinte años. Rabindranath Tagore la expresaba con los siguientes versos: “Del corazón de la materia proviene el grito angustioso despierta, despierta, gran Shiva. Nuestro cuerpo se incomoda con sus leyes fijas y rígidas. Danos nueva forma. Canta nuestra destrucción. Que iniciemos una nueva vida...”.

Innovación y creatividad no son conceptos meramente institucionales sino que poseen una dimensión individual, pues la globalización no es solamente un proceso cíclico sincronizado con las expansiones y contracciones del capitalismo, sino un fenómeno estructural que afecta tanto a la organización transnacional de las relaciones socio-económicas como a la percepción que tenemos de esa organización transnacional y, como consecuencia, a algunos de nuestros patrones de acción social.

Esto implica que, incluso en períodos de crisis y recesión, el efecto acumulativo de la globalización persiste. Ello puede observarse en el hecho de que los ideales de los años 60 -década en que autores como Leslie Sklair sitúan el comienzo de la actual ola de globalización- de sustituir los lazos impersonales de las burocracias rígidas por vínculos fuertes y significativos que enriquecieran la vida y las relaciones interpersonales no se han cumplido y hemos venido a dar, en cambio, en una época de vínculos débiles, de fragmentación socio-espacial, de inestabilidad y riesgo globales.

Es interesante observar que el origen de esta perspectiva acerca del mundo contemporáneo está ya en Marx y Engels. Si en lugar de centrarnos en Schumpeter nos detenemos en la interpretación que de Marx hace el politólogo y urbanista estadounidense Marshall Berman (fallecido en 2013), vemos que es posible entender modernidad y modernismo como partes o dimensiones del carácter innovador del capitalismo desde los tiempos de su primera expansión en el siglo XIX.

En su brillante y célebre libro, titulado también All that Is Solid Melts Into Air, (Todo lo sólido se desvanece en el aire), Berman propone una reinterpretación de Marx que permite mantener simultáneamente una visión crítica y positiva del capitalismo, una visión centrada en la idea del dinamismo y de la innovación, que no son conceptos meramente aplicables a la economía, sino esenciales a la concepción moderna de la vida, material y espiritual, alentada por el capitalismo.

Berman recorre algunas de las fuentes del modernismo y de la modernidad, en Baudelaire (profeta de la desacralización, de lo efímero y lo volátil), en Le Corbusier (postulador de la segmentación social y espacial en las áreas urbanas), en Goethe (en cuyo Fausto vemos los mimbres del desarrollismo creador y destructor a la vez; bienintencionado pero generador de desastres y tragedias). Son estas algunas de las fuentes humanistas y espirituales de la innovación, de un desarrollo capitalista en el que el único rasgo constante es, en palabras de Habermas, “la permanencia de las mutaciones”.

Berman nos ayuda a ver al Marx admirado por la innovación capitalista, que describe al individuo moderno como alguien cuyas energías, percepciones y ansiedades características emanan de los impulsos y las tensiones de la vida económica moderna: de su incesante movimiento e insaciable presión a favor del crecimiento y el progreso.

La innovación lleva consigo, por tanto, la expansión de los deseos humanos más allá de los límites locales, nacionales y morales; sus exigencias de que las personas no sólo exploten a sus semejantes, sino también a sí mismas; la infinita metamorfosis y el carácter volátil de todos sus valores en la vorágine del mercado mundial; y su capacidad de explotar la crisis y el caos como trampolín para un desarrollo todavía mayor, es decir, su capacidad de alimentarse de su propia destrucción.

El concepto de innovación, por tanto, nos remite a un espacio multidimensional, transdisciplinar y heterogéneo de tensión, incertidumbre, contradicción, desorden, incluso caos. La percepción contemporánea de una cierta “sombría claridad del caos” (formulación de Manuel Castells) no es, pues, algo cualitativamente novedoso, sino una característica primordial del ser moderno, en sus diferentes variantes y grados de intensidad. La situación contemporánea tiene precedents históricos. En palabras de Berman, se trata de “la gloria de la energía y el dinamismo modernos, los estragos de la desintegración y el nihilismo modernos, la extraña intimidad entre ellos; la sensación de estar atrapados en una vorágine en la que todos los hechos y valores se arremolinan, explotan, se descomponen, se recombinan; la incertidumbre básica sobre lo que es fundamental, lo que es valioso, hasta lo que es real; el estallido de las esperanzas más radicales”.

London School of Economics y Massachusetts Institute of Technology