adie podía prever algo así. Incluso quienes habían advertido sobre la posibilidad, la esbozaban a modo de hipótesis, no como una desgracia que fuese inevitablemente a suceder. Y, sin embargo, ha sucedido. Un coronavirus hasta ahora desconocido ha trastornado nuestra vida cotidiana hasta extremos que no hubiésemos imaginado como posibles hace apenas unos meses.

A nuestros servicios sanitarios les ha pillado sin equipos de protección especial o mascarillas suficientes, lo que no tiene nada de particular tratándose de un acontecimiento imprevisible, al menos en sus dimensiones; a muchas residencias de ancianos sin personal o medios suficientes para garantizar la salud, a veces ya precaria, de sus usuarios y a muchas empresas y empresarios sin ahorros suficientes para hacer frente a un prolongado periodo de cierre y a otro de clientela temerosa o reducida (y no solo en hostelería). Nada de raro tiene entonces, conocida además la lentitud del proceso legislativo, que la covid-19 haya desnudado la patente inadecuación de las herramientas jurídicas de que disponemos para hacer frente a una pandemia semejante.

Comencemos por la Constitución. La extrema infecciosidad del virus ha aconsejado al gobierno de Pedro Sánchez la suspensión de algunos derechos fundamentales como la libertad de circulación (art. 19 ), el derecho de reunión pacífica (art. 21 ), el derecho de huelga (art. 28 ) o el derecho al trabajo (art. 35 ). El instrumento escogido para ello ha sido la declaración del estado de alarma (art. 116), que permitía su adopción sin autorización previa del Congreso, al revés que en el caso del estado de excepción o del de sitio, solo d,eclarable por la mayoría absoluta de aquel.

El problema es que el artículo 55 de la Constitución señala expresamente que algunos derechos que cita, entre ellos los recogidos en los artículos 19, 21 y 28 que hemos mencionado, pueden ser suspendidos “cuando se acuerde la declaración del estado de excepción o sitio”, no con la del estado de alarma.

Incluso la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, que es la que regula los estados de alarma, excepción y sitio, prevé “la limitación en la alarma de la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados o condicionarlas al cumplimiento de determinados requisitos”, lo que no encaja, y menos aún desde la obligada interpretación restrictiva de las limitaciones de derechos, con el confinamiento de la mayor parte de la población en su domicilio.

No olvidamos que existe otra norma, la LO 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud, que prevé que para “proteger la salud pública y prevenir su pérdida o deterioro”, las autoridades sanitarias competentes “podrán adoptar medidas de reconocimiento, tratamiento, hospitalización -forzada, entendemos- o control”, en caso de peligro, que en el supuesto de las enfermedades transmisibles comprende expresamente “las medidas oportunas”, -sin especificar- para el control de los enfermos, sus contactos y el medio ambiente, “así como las que se consideren necesarias -nuevamente sin precisión alguna- en caso de riesgo de carácter transmisible”. Una Ley Orgánica, sin embargo, no puede vulnerar ni modificar la Constitución, ni facultar al estado de alarma para lo que solo es propio de algún otro, no puede extender autorizaciones ilimitadas e incondicionales.

La LO 4/1981 ha hecho agua la primera vez (dejando aparte el cuasianecdótico caso de una huelga de controladores aéreos) en que ha sido preciso utilizarla y la Constitución ha sido una vez más manoseada, aprovechando la imprecisa y abierta redacción de la LO 3/1986, para obviar sus determinaciones.

En el momento más álgido de la pandemia estaban convocados sendos procesos electorales, que la lucha contra la ovid-19 aconsejó, con toda lógica, suspender en aquel momento y que se han desarrollado recientemente sin incidencia sanitaria acreditada. Ninguna norma prevé, no obstante, esta posibilidad y desconocemos, abierto el precedente, en qué circunstancias podrá adoptarse de nuevo tal medida en un futuro.

Lo mismo ha sucedido con la privación del derecho al voto de las personas positivo en prueba PCR o que se encontraban en cuarentena por su contacto con alguna de aquellas. Han sufrido una privación de su derecho a participar en los asuntos públicos (art. 23 de la Constitución) sin que existiese ya estado de alarma (ni ningún otro excepcional) y cuando tal derecho no figura entre los que el art. 55 determina como suspendibles por la administración o al menos por administración distinta de la judicial a través de sentencia. La medida, no demostrada en modo alguno la inexistencia de alternativas, carece de fundamento jurídico y nos sitúa de nuevo ante una elevada incertidumbre sobre los supuestos futuros en que podría volver a ser adoptada.

Podríamos proseguir. Lo dicho es, sin embargo, suficiente para concluir que las herramientas jurídicas de que nos habíamos dotado no son las adecuadas para luchar contra pandemias como la que estamos padeciendo, sin querer decir con ello que todo lo hecho deba tener refrendo legal y cobertura jurídica.

Las autoridades sanitarias han reaccionado con meritoria rapidez y eficacia; a las residencias se les han impuesto determinadas exigencias y se anuncia una reflexión profunda sobre el servicio (sanitario, pero no tan solo) que deben prestar a sus usuarios; se ha desarrollado un amplio elenco de medidas (empezando por los ERTE) de ayuda a empresarios y empresas cuya eficacia deberemos comprobar a través de análisis más detenidos y reposados, pero, ¿han oído ustedes hablar de iniciativas legislativas tendentes a estar mejor preparados jurídicamente para saber qué derechos se pueden restringir a la ciudadanía y cómo y en qué circunstancias puede hacerse? ¿Es que se trata acaso de una cuestión menor?El autor es analista