uestro mundo, es decir el Primero de los mundos, atraviesa una profunda crisis, no solo por la pandemia del coronavirus, también por la desigual distribución de la riqueza que hace que unos pocos sean dueños de tanto como tienen todos los demás. Este reparto tan desigual es inherente al sistema capitalista imperante que, según pregonan los capitalistas ricos y holgados, les hace justicia, porque ellos merecen sus riquezas mientras los pobres lo son porque han sido holgazanes o, como poco, no han puesto toda la carne en el asador para enriquecerse. De este modo de razonamiento se desprende una conclusión muy perversa e inhumana: los pobres, lo son porque son merecedores de ello.
Para aquellos a los que les quede algo de humanidad y se sientan, aún, pertenecientes y deudos de ese género humano, la desigualdad debería ser un síntoma de que su actitud quizás no sea todo lo noble que deba ser. Así piensan los acomodados. Los ricos se sienten merecedores de su riqueza porque, aplicándose el criterio bíblico de “ganarás el pan con el sudor de tu frente”, consideran que han ganado, trabajado y sudado para conseguir lo que tienen y, en correspondencia, quienes tienen poco “pan” (medios) a su disposición no han sudado lo suficiente. No cabe reflexión más injusta y, sobre todo, más gratuita. Las mentes humanas no cesan en la búsqueda de justificaciones que permitan seguir manteniendo el orden social establecido, fundamentado en la economía. Sin embargo, no se sopesan suficientemente los rigores que acechan tan brutalmente a los parias de la Tierra, a los pobres del mundo a los que se refiere La Internacional, de modo que la pobreza que sufren muchos millones de personas o pasa desapercibida o apenas sirve para que sintamos pena aquiescente en lugar de sentir la rabia suficiente para acudir en su auxilio, aunque hacerlo rebaje nuestro nivel de vida.
Resulta conmovedor contemplar los rostros interrogantes (y tristes) de tantas mujeres y niños de esos Tercer y Cuarto mundos, que posan ante las cámaras de los reporteros y fotógrafos, para llenar las páginas de los periódicos que leemos los sobrados y los satisfechos. Sus hombres y sus gentes salieron con antelación en busca de la Tierra Prometida, que no era un edén precisamente sino un lugar en el que pudieran trabajar (ganarse el pan con su sudor) para que les compensaran con el dinero preciso para comprar lo más básico y necesario. Este tipo de relatos, tan básicos, parecen incomprensibles a tantos habitantes del Primer Mundo que se empeñan en levantar muros y habilitar fronteras para que los parias no solo vivan a perpetuidad sumidos en su hambre, sino que sean mal recibidos en todos los lugares de posible acogida.
¿De acogida? Nada de eso, porque “acogida” tiene algo que ver con recibimiento, con amparo, con protección, con aceptación… Si tales términos fueran concurrentes en la llegada de quienes vienen hasta nosotros, no seríamos tan mezquinos con ellos, no les pondríamos tantas condiciones ni les juzgaríamos con tan escasa humanidad y tan poco respeto y consideración a su naturaleza humana. ¿Son hermanos? ¿Son compañeros de nuestras vidas, todas ellas conminadas a vivir en un único planeta: Tierra? ¿Son compatriotas que comparten con nosotros vida y empeños, ataduras y libertades, sabores y sinsabores, éxitos colectivos y tragedias, justicias e injusticias? Nada de eso, porque creemos que está en juego la supervivencia, pero sobre todo no estamos dispuestos a ceder ni uno solo de nuestros privilegios, ni una sola de las ventajas que nos adornan por ser habitantes del Primer mundo, y por ser de lo aventajados de ese mundo concreto. Eso sí, ufanos y engreídos, nos proclamamos merecedores del lugar que ocupamos siempre que se trate de una posición ventajosa.
Recientemente, mientras degustaba junto a dos amigos unos aperitivos en una cafetería de Bilbao, acudieron tres “pedigüeños” que, curiosamente y sin que mediara ningún tipo de petición por nuestra cuenta, fueron despachados con cajas destempladas por un camarero quien, según supe después, había llegado a nuestros lares hacía tres años desde un país del centro de África. Mi primera reflexión fue, más o menos, ésta: ¿con qué derecho este camarero se permite despachar a quienes acuden a hablar conmigo (de lo que sea), sin haberme pedido permiso a mí, que era quien estaba departiendo con ellos? Uno de ellos me ofreció una especie de frutero de madera, plegable, de color oscuro y bastante bello. Otro me ofreció un manojo de pañuelos de colores vistosos que yo podría regalar y quedar muy bien con alguien, y además por muy poco dinero. Y el tercero, aunque no ofreció nada concreto, era gracioso, de modo que su monserga, llena de dichos, dimes y diretes, resultaba divertida para aquel momento. Pues bien, los tres fueron despachados por quien servía las mesas y procedía de su mismo aposento -la pobreza-, pero había sido un poco más afortunado. Así se producen los hechos.
Ahora, con esta pandemia entre manos, los flujos humanos que se movían por el mundo se han detenido. Los hombres que vinieron allanando caminos para que sus esposas e hijos llegaran a esta tierra de promisión de la que disfrutamos, permanecen solos a la espera de que las fronteras se abran y dejen pasar a quienes estén dispuestos a viajar. ¿A todos? No. De nuevo se establecerán selecciones. Lógicamente las habrá para atajar los posibles contagios, de modo que una mera comprobación de temperaturas permitirá que pasen los suficientes y los opulentos que vienen a divertirse a nuestros mares y playas, pero habrá de nuevo los mismos controles y restricciones para quienes no buscan placeres, para quienes solo buscan vivir con cierta dignidad y suficiencia, solo eso. En medio de la desgracia del coronavirus, aguarda la otra desgracia, mucho más injusta aunque parezca menos mortífera. Veamos. En Agadez, al norte de Niger, Maxim es un muchacho de 23 años abatido y triste: “Estamos 30 personas en una habitación, hay mujeres con bebés y gente de muchos países. Antes del covid-19 salíamos a buscarnos la vida, pero ahora no hay trabajo. Algunos días no tenemos ni agua ni comida. No podemos avanzar ni retroceder. No tenemos nada”.
Allí están más de doscientas personas desde que les expulsaron de Argelia hace más de tres meses. En un desierto y a casi 50 grados sufren el rigor del abandono, de la incertidumbre, de las enfermedades… Y como llegaron hasta allí saltándose algunas leyes se humillan aún más: “Pedimos perdón al gobierno guineano… Por favor, vengan en nuestra ayuda… Perdón, perdón…”. Ceden su dignidad como humanos para seguir vivos, por eso piden perdón sin haber hecho ningún mal, por eso reivindican algo tan básico como la misma vida.
A los negros, a los africanos, a los parias de la Tierra, a los pobres del mundo, a aquella clientela incluida en la letra de La Internacional, hay que responderles con humanidad. Ahora que el coronavirus nos ha amenazado y se ha convertido en una imagen de un Dios despiadado que no respeta a nada ni a nadie, deberíamos ser más comprensivos con quienes esperan que la vida no les premie con las escaseces, los rigores y la muerte. No me queda casi ninguna duda de que este mundo no solo empieza por m, sino que es una auténtica m… Si nos ha enseñado algo esto del coronavirus, aprovechémoslo. ¡Cambiemos el mundo!
* josumontalban@blogspot.com