El virus se coló ágil e invisible en nuestra vida y la cambió. ¿Para siempre?

os habían advertido, pero subestimamos el riesgo lejano. Hacerlo fue un error tan humano como frecuente. Tal vez por eso una de las áreas de las Matemáticas más utilizadas y demandadas en todos los ámbitos, y en especial en el de las finanzas y los seguros, sea la valoración de riesgos. ¿Cómo si no podrían las compañías de seguros establecer la prima adecuada para cada póliza que contratan?

Hay campos maduros, en los que las metodologías para medir riesgos han sido elaboradas desde hace décadas, en los que se dispone de jugosas bases de datos que permiten hacer previsiones relativamente fiables, sin que eso suponga una garantía, dada la naturaleza intrínsecamente azarosa del mundo en que vivimos. Otros ámbitos son, sin embargo, más escurridizos. Y el virus se coló precisamente en uno de ellos, en el de la epidemiología que, cuando ha de vérselas con un virus nuevo, novísimo, bautizado con el año de su nacimiento, covid-19, necesita tiempo para poder rehacer sus modelos y previsiones, una tregua que el virus no ha dado.

Son muchas las paradojas que se han recogido en la historia de este campo. Una de ellas es que más de un matemático muriera el 11-S en las Torres Gemelas de Nueva York mientras analizaba los riesgos de Wall Street. Ninguna de las víctimas pensó en que acechaban riesgos mucho más inminentes, fatales. Y ese día fue el de su trágico final.

Con el covid-19 nos pasó lo mismo. Mirándonos al ombligo de la realidad más cercana, que nos tiene absortos, ignoramos las advertencias que nos llegaban desde Oriente. Y nos pilló sin estar preparados, sin equipamiento ni medios para poder medir la envergadura de la fiebre que pronto sería incendio.

Algunas de las consecuencias son conocidas: miles de muertos.

Las posibles responsabilidades en las que hayan podido incurrir los líderes de los diversos organismos nacionales e internacionales es un tema debatido hasta el hastío, casi siempre de manera demasiado interesada. Pero lo cierto es que casi nadie dio la señal de alarma a tiempo. Difícil por tanto que alguien tire la primera piedra con legitimidad.

Hoy parece evidente que desde que emergió la amenaza en Wuhan habría sido posible y preferible haberse preparado para su previsible manifestación entre nosotros.

¿Habremos aprendido para la siguiente? No está claro. Hace poco más de diez años nos estalló la burbuja inmobiliaria y tampoco entonces habíamos hecho caso de las múltiples advertencias sobre el riesgo de hacer crecer el globo sin límite. Tal vez por eso sean tan frecuentes las fábulas sobre el peligro que supone ignorar los riesgos y amenazas.

Pasado lo peor, habiendo estado completamente sumergidos en el humo del confinamiento, parece milagroso que dos meses largos después estemos de nuevo en condiciones de respirar y mirar el sol libremente.

Tal vez los que tuvieron que tomar las decisiones más duras en los momentos más graves y los que batallaron el virus allí donde estaba y no, como la mayoría de nosotros, desde casa, sean merecedores de algún agradecimiento. Pero no somos de dar las gracias, sino de considerar, más bien, que lo bueno es lo que genuinamente merecemos y que lo malo es solo fruto de la falta de destreza de terceros.

De todos modos, el veredicto no puede ser el mismo cuando quien juzga ha salido ileso que cuando lo hace alguien que ha perdido a uno de los seres más queridos en el trance. Difícil, en efecto, que la valoración sea unánime.

Ahora parece que las olas por fin se calman, que las nubes retroceden y que podemos afrontar el futuro con serenidad. Pero aun no alcanzamos a ver la línea del horizonte, la polvareda no se ha disipado del todo.

Habiendo recuperado el trozo de salud que ha quedado intacta, en este proceso hemos aprendido al menos de cara a una posible réplica. Tal vez el virus vuelva a manifestarse, pero ahora sabemos más de él y no nos pillará desprevenidos, como la primera vez, cuando durante semanas se propagó silenciosamente entre nosotros, incubándose y replicándose sin límite, sin que nadie se percatara de ello. Cuando vuelva estaremos pertrechados de herramientas de medición y del equipamiento que permitirá a los profesionales de la seguridad y la salud combatir la epidemia con mayor protección y posibilidades de éxito. La primera fue como enviar a los bomberos a una misión imposible, al fuego del infierno, sin agua, sin trajes protectores, sin referencia alguna sobre el origen, intensidad, y direccionamiento de los frentes de llamas y del viento.

Habiendo salvado en gran medida la salud, pronto nos daremos cuenta de que en la operación de rescate nos hemos quedado con los bolsillos vacíos. Es pronto para echar cuentas y nadie parece estar muy interesado en hacerlas.

Pero se empiezan a percibir ya las primeras señales en forma de un aumento agudo del paro. ¿Cuándo y dónde podrán volver a trabajar para garantizarse una vida digna los que han perdido su empleo por el virus? Mientras, por supuesto, el sector público pone ya la venda antes de la herida, advirtiendo que los recortes no serían aceptables.

En esta ocasión será necesario que los responsables de nuestras finanzas se afanen con la destreza de los magos.

Del clásico trinomio de la canción “salud, dinero y amor”, hemos perdido un trozo de la primera y una buena parte de la segunda.

En lo que respecta al amor, o simplemente las relaciones interpersonales, hemos podido saborear la zozobra que produce no poder hablar con nuestros pares, de tú a tú, leyendo en sus ojos y en las arrugas de su rostro. Sabemos ahora que la vida virtual es posible pero también que es mucho más insípida y que sin el agridulce contacto social es fácil perder el norte. No todo el mundo es capaz de mantener la serenidad cuando las reglas del juego cambian repentinamente y la cotidianidad es reemplazada por la incertidumbre.

Como testigo extranjero que intenta seguir el día a día por la prensa y redes sociales, en contacto remoto con los suyos, he tenido la impresión de que el vacío de interacción social ha sido ocupado por los mercaderes de la intolerancia.

Y eso nos hace recordar los ecos de las palabras del filósofo austríaco Karl Popper: “Aunque parezca paradójico, para mantener una sociedad tolerante, esta tiene que ser intolerante con la intolerancia”. ¿Tuvo Popper en cuenta que la verdad de su principio se acentuaría en ausencia del contacto social provocado por el virus?

Son miles los fallecidos, anónimos la mayoría, célebres unos pocos. Pero, en lugar de honrar su ausencia, en las tribunas de la política vemos las sonrisas de las hienas, símbolo del desamor. ¿Tal vez sea porque en España los gobiernos siempre cambian tras una campaña de acoso y derribo y no como consecuencia de un proceso de alternancia reposado?

Y, así, el debate público a veces nos lleva al extremo de añorar la nada.

Pero no es fácil dar con el remedio. El principio de Popper es tan cierto como difícil de poner en práctica, pues quien se muestra justamente intolerante con la intolerancia, pasa inmediatamente a sumarse a la lista de los intolerantes.

Tal vez por eso sea urgente que podamos recuperar, en cuanto sea posible, la normalidad de nuestras calles y plazas, para que el bullicio de los niños y las conversaciones banales entre amigos vuelvan a llenar el vacío que la intolerancia ha ocupado.

Que vuelva el aire y el oxígeno, el que faltó a George Floyd, que murió diciendo “no puedo respirar”.

La intolerancia, como el fuego, se nutre del oxígeno que quema para avanzar. Y al hacerlo ahoga.

Perdida buena parte de la preciada salud y del botín del dinero, es urgente que recuperemos la cordura y que la tolerancia desplace al desamor. Es lo que desde lejos se ve, aunque sea borroso.

Pero tal vez, también para eso, necesitemos antes más de una vacuna.

Matemático, FAU-Humboldt Erlangen, Fundación Deusto y Universidad Autónoma de Madrid