l comparar la mortalidad del covid-19 por millón de habitantes y el nivel de industrialización de los países, se constata que hay países con un relativamente bajo nivel de actividad industrial (menos de 5.000 euros de valor añadido industrial por habitante) y una baja tasa de mortalidad (menos de 100 muertos por millón): Portugal, Noruega, Australia, Polonia, México, Rumanía, Turquía… También que hay países con una fuerte actividad industrial y una tasa de mortalidad más alta: Alemania, Corea, Austria, Japón, Dinamarca, Finlandia, Suiza, Suecia o Estados Unidos, con altos niveles de industrialización, rozan los 250 muertos por millón... Pero al estudiar los países con una elevada mortalidad por el virus (más de 300 por millón, con cifras del último domingo de abril), todos los países en ese grupo tienen en común la escasa importancia de su sector industrial: Gran Bretaña, Francia, Italia o España.

O, dicho de otro modo, ningún país fuertemente industrializado tiene una porcentualmente elevada mortalidad causada por la pandemia. Se constata cómo el abandono de las políticas industriales en general, y en particular de las políticas verticales o sectoriales, orientadas a sectores específicos, tiene consecuencias perniciosas en el funcionamiento de la economía y en ocasiones puntuales puede ser un cuello de botella incluso para la supervivencia de la propia sociedad.

Es cierto que, pese a todo, hay un sector industrial que resiste e incluso se reconfigura al paso del cambio tecnológico y productivo. ¿Pero qué características definen mejor al mismo? El R&D Industrial Scoreboard 2019 nos da algunas informaciones relevantes. Una rama fundamental en la actual situación mundial es la farmacéutica. Grifols, la empresa farmacéutica española de mayor dimensión, apenas factura en 2019 el 11% de la mayor farmacéutica de la UE, la alemana Bayer, o el 13% de la francesa Sanofi o la británica GlaxoSmithKline. Genera unos 100.000 euros menos por empleado que dichas grandes multinacionales, en cuyo caso dedicaron entre el 70% y el 120% de sus beneficios operativos del año 2019 a investigación y desarrollo; nuestro campeón nacional tan solo dedica el 28%.

La misma realidad se constata en prácticamente todos las ramas industriales en las que hay -o quedan- empresas españolas significativas. Por ejemplo, en el sector de componentes de automoción, Gestamp factura un tercio de lo que vende Robert Bosch y, aunque la productividad por empleado es similar, la multinacional alemana dedicó 19 veces más recursos que la española a actividades de I+D. En el sector de las tecnologías de la comunicación y las ingenierías, Indra facturó en 2019 una cantidad similar a la británica Micro Focus International, pero mientras la británica invirtió 630 millones de euros en investigación, la española Indra dedicó 210. No es por casualidad que la multinacional británica tuviera una productividad por empleado 4,5 veces superior a la de la española.

En la fabricación de equipo, Azkoyen representa menos de la centésima parte de la facturación de las grandes empresas europeas de la rama. Incluso comparándola con empresas de similar dimensión económica, su productividad por empleado es menor que la de empresas como las alemanas Isra Vision, Enrichment Technology o Singulus Technologies o la británica Thompson Aero Seating, las cuales facturan entre un 15% y un 200% más por empleado que la empresa navarra. Quizá el que dediquen aproximadamente el doble de recursos a I+D tenga algo que ver en ello.

La autonomía del sector industrial español está fuertemente limitada por el elevado control de la actividad que tiene el capital extranjero, en especial en las ramas más dinámicas y relevantes en el cambio tecnológico, como son las ramas vinculadas a la fabricación de productos químicos, en particular de alta tecnología, y la fabricación de maquinaria y equipo. El 53% de la actividad de la industria química y farmacéutica está en manos extranjeras, así como el 58,5% de la fabricación de maquinaria y equipo mecánico o el 35,7% del material y equipo eléctrico, electrónico y óptico.

El sector de maquinaria y equipo no solo está controlado por el capital extranjero, sino que además ocupa una franja muy pequeña de la actividad manufacturera española, apenas el 8%, frente a un 12% hace veinte años. Que para fabricar un producto tan simple como unas mascarillas haya sido necesario importar desde China la maquinaria necesaria expresa muy gráficamente las limitaciones estructurales del tejido industrial local.

La traslación de los descubrimientos científicos y técnicos a nuevos productos y procedimientos se ralentiza por la dificultad de encontrar en el país empresas de maquinaria y equipo con flexibilidad y recursos humanos y tecnológicos capaces de ofrecer soluciones óptimas a las innovaciones planteadas.

La recuperación de la actividad una vez se supere la pandemia también se encuentra dificultada por la carencia de un sector potente de producción de bienes de capital. Siempre que se produce un repunte de la inversión, este se traduce necesariamente en un deterioro de la balanza comercial por cuanto la maquinaria en su mayor parte no se produce, hay que importarla.

La idea de que ahora estamos en una economía de servicios y por tanto la pérdida de tejido industrial no refleja más que ese auge del sector terciario es errónea: todas las innovaciones que permiten ganancias de productividad en los servicios se basan en un conjunto cada vez más diverso de bienes industriales, mecánicos, eléctricos, electrónicos sin los cuales los servicios no son capaces de modernizarse y aumentar la cobertura social de los mismos. Sin hardware, no hay software, por decirlo con un par de anglicismos incorporados ya a las lenguas latinas, germánicas y eslavas.

Si algo tendría que cambiar tras la pandemia no es tanto cómo se promueven desde el gobierno central las políticas de gastos e ingresos, sino precisamente el enfoque con el que tratan las políticas públicas de fomento. Reducidas en las últimas décadas a inversiones en infraestructuras, se precisa que en la idea de “fomento” se reintegre el “fomento productivo” como un eje prioritario. Al igual que la mejor política activa de empleo es la política de creación de empleos, la mejor política activa industrial es la de creación de industrias. Y donde el mercado no llega, tiene que llegar el estado, también con políticas de apoyo directo e indirecto a la consolidación, concentración y centralización por parte de las empresas nacionales que, como las mentadas anteriormente, todavía tienen músculo productivo y dinamismo empresarial contrastado. Y donde estas no llegan, generando nuevas actividades manufactureras estratégicas (lo que pueda ser o no estratégico, lo dejamos para otra ocasión).

Es cierto que esto se ha dificultado con la pérdida del sector financiero público o semipúblico -desaparición impuesta por Alemania, país que se ha cuidado mucho de no aplicársela a ellos mismos-, que tendría que haber reorganizado y reorientado a esta función de fomento. También es cierto que en las administraciones públicas han desaparecido los ingenieros, sustituidos por juristas y contables, de modo que una política industrial digna de ese nombre no se puede diseñar de la noche a la mañana, entre otras cosas, no solo por falta de recursos financieros, sino por falta de materia gris. Pero también esta se puede movilizar si se rompe con los dogmas estrechos de las bondades de las decisiones privadas y las maldades de las decisiones públicas por los que se encuentra aherrojada la política pública en la UE, a diferencia de lo que ocurre en Corea, en Taiwán, en China, en Japón o en Estados Unidos, es decir, en los principales rivales industriales del resto del mundo.

En ausencia de una intervención como la planteada, hay que saber que ni por dimensión ni por conocimientos están las empresas españolas en capacidad de responder en masa a un cambio brusco en la orientación de la producción. En una pandemia, como en una guerra, hay que sustituir la producción de mantequilla por la de cañones o al revés, pero la condición de posibilidad ineludible es disponer de suficientes vacas, lecherías y fábricas de acero. En nuestro caso, ni mantequilla, ni cañones. Todo lo más, semiparafraseando a Blasco Ibáñez, estamos en condiciones de suministrar masivamente cañas y arena: una estructura productiva de construcción, bares y playa, abocada a la crisis permanente. Ese es el reto.

El autor es profesor de Economía Aplicada de la UPV-EHU