as distopías que nos planteaban George Orwell, B.F. Skinner o Aldous Huxley no resultan tan lejanas. El que fuera presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan confesaba, no hace tanto, su conmoción al constatar que “todo el edificio intelectual se ha hundido”. El crecimiento económico como un fin cortoplacista en sí mismo, más que como una herramienta para alcanzar la buena vida para todos, ha roto la cadena de progreso impidiendo que nuestros hijos vayan a vivir mejor que nosotros o incluso que una parte de la ciudadanía no tenga garantizado su bienestar. Se observa un evidente retroceso en los derechos de la ciudadanía global. En aras a la eficacia se ha contribuido a una distribución regresiva de la renta y la riqueza, al tiempo que se ha esquilmado la naturaleza en el marco de un sistema económico caníbal causante de innumerables daños sociales y ambientales. Los daños ecológicos y el cambio climático no afectan a todos por igual, sobre todo afectan a los pobres. La desigualdad ambiental es ya una realidad discriminatoria que, de forma paralela al más que evidente deterioro ambiental, afecta a las condiciones básicas de muchas personas para tener acceso a un medio ambiente adecuado y a una vida sana (agua potable, aire limpio, tierra no contaminada o sumergida, nutrientes básicos). Una desigualdad derivada, entre otras cosas, de la falta de integración de los conceptos de equidad o de los factores ambientales en los análisis económicos ortodoxos.

De este modo, se multiplican los desafiliados del sistema preocupados por la falta de futuro personificados en los jóvenes indignados climáticos, las mujeres, los agricultores, los jubilados, etc. Al mismo tiempo se va manifestando con mayor nitidez la rebelión de las élites, integrada por grupos privilegiados que representan a los ganadores de la sociedad y que de modo unilateral dan por finalizado el contrato social que nos une a todos como ciudadanos. Esa élite promueve un individualismo que marca un modelo narcisista de democracia y que agrava las desigualdades ya mencionadas. Estos creen no necesitar el Estado de Bienestar y quieren prescindir de su financiación, así como de la idea de los límites planetarios. En un evidente contexto de retroceso de los derechos humanos, a nivel mundial, se suma el discurso global por la sostenibilidad de la naturaleza. Las migraciones climáticas aúnan crisis humanitarias y ambientales como antes nunca. Tras casi 35 años, desde que se publicara Nuestro futuro común de Gro Harlem Brundtlan que acuñó el término de desarrollo sostenible, el discurso por las personas y el medio ambiente, históricamente divergentes, al fin parece que confluyen o intentan hacerlo en un discurso común mediante los Objetivos de Desarrollo Sostenible y la Agenda 2030 que los promueve, bajo el lema “no dejar a nadie atrás”. La misma Gro Harlem, también exdirectora de la OMS, junto a Elhadj As Sy auguraba a finales del año pasado la falta de medios ante una pandemia. El covid-19 o coronavirus nos iguala a todos, obligándonos a la reflexión sobre cómo vivimos y qué es lo realmente prioritario, la responsabilidad y lo imprescindible de la cooperación. La inteligencia ecológica marca la senda de la simbiosis y la colaboración. Dependemos los unos de los otros, así como del Planeta.

Si no se encuentra rápidamente la capacidad de intervención política que pueda subvertir la propia condición de fondo de la organización de nuestras sociedades en términos económicos, sociales, políticos y ambientales, difícilmente podrá hablarse de democracia y mucho menos de los llamados derechos de tercera generación, entre los que se encuentra el derecho a un medio ambiente adecuado. Vivimos en una época de miedo en que la crisis sanitaria mundial que nos azota estos días, a raíz de un virus desconocido, coloca a la gente en un estado de incomprensión e incertidumbre en el que no asimila bien lo que pasa y queda a la espera, le invade un desasosiego paralizante, se entra en un estado de desolación, de inseguridad, de que cualquier cosa puede suceder en cualquier momento a cualquiera. Algo parecido sucede con la economía, con el cambio climático, con el terrorismo, con el riesgo de exclusión social de tanta gente que vive en los bordes del sistema y a los que, en algunos círculos económicos, se catalogan como “consumidores defectuosos”, los “nuevos pobres” o “subclase”. Se percibe una inseguridad de referencias y de proyecto futuro; de pérdida y limitación progresiva de derechos. Vivimos en una permanente agregación de crisis que más pareciera una mutación histórica o el fin de una era.

En un planeta ambientalmente insostenible los esfuerzos de la Unión Europea, plasmados en el Nuevo Pacto Verde o New Green Deal, debieran de contribuir mínimamente a la corrección de esta crisis civilizatoria, indicando otro camino y reforzando las estructuras institucionales. Ahora más que nunca son necesarias las vanguardias políticas que nos señalen el rumbo hacia un proyecto humano compartido en un planeta sano. Los conceptos como gobernanza climática o gobernanza para un desarrollo sostenible, que algunos venimos defendiendo hace tanto tiempo, no son conceptos vacíos ya que pueden ser abordados de forma sustancial si efectivamente decidimos hacer las cosas de otro modo. La integración del factor ambiental en las políticas sectoriales, la integración en el mundo empresarial de la economía circular, la incorporación de los riesgos climáticos en el sector financiero y en el de los seguros, así como la incorporación de criterios ambientales y sociales (Responsabilidad Social Corporativa) en los fondos de inversión verdes se encuentran en progresiva expansión. Ello va a requerir de instituciones lúcidas y sólidas, eficaces e impregnadas de la common decency orwelliana. Al igual que la grandeza de una empresa no obedece a su dimensión o complejidad, la grandeza de las instituciones depende de la apuesta firme por una serie de valores y por qué no de su grado de humanidad para reinventar la noción de bien común. La colaboración, las visiones a largo plazo, la equidad y el cuidado del medio ambiente, entre otras cuestiones, deben de pasar al centro del discurso político. Resulta inaplazable reconocer las prioridades para la vida ya que estas han cambiado ambiental y socialmente. Esta crisis sanitaria nos debería de hacer ver de cuáles son las “subclases” sociales, que en realidad son imprescindibles y ello nos debería de hacer cambiar el orden de prioridades y consideración hacia las mismas.

Frente a los retos que enfrentamos, se acabó el tiempo de la política -entendida por algunos- como actividad puramente instrumental, que como ya afirmó Hannah Arendt, ha supuesto ahondar en la crisis de nuestra cultura, recortando el potencial humano y reduciendo su dignidad. Vamos a precisar de gobernantes e instituciones maduras y de vanguardia que acepten el desafío de gobernar la complejidad, el error y sobre todo la incertidumbre, mediante modelos de gobernanza colaborativos y anticipatorios como precisa un modelo de vida sostenible, para que de una vez por todas, se tenga en cuenta al Planeta y a las personas que lo habitamos.

La autora es experta en sostenibilidad