levo más de un mes encerrado en casa y estoy triste por lo que sucede con la pandemia y con tanta muerte que algunas veces no sé cómo canalizar. Soy una persona que todos los días piensa en la muerte, aunque sea solo unos escasos segundos, pero no voy a extenderme en este sentimiento que me acompaña junto a la entereza que intento encontrar en cada momento cuando mi mente no para de preguntarse cómo hemos llegado hasta esta situación; tampoco voy a enumerar todo lo que escucho con atención y me hace reflexionar, muchas veces en silencio, o con la única compañía de mi esposa y de mi hija en una modesta casa rodeada de flores y libros. Intento no enfadarme, no creo que sirva en estos días tan duros y extraños a la vez. En casa, la radio nos acompaña, leemos las noticias, hablamos con una calma ciertamente intranquila, por ahora no podemos hacer más. Seguimos las indicaciones que nos marcan los responsables institucionales y los expertos de la salud. Me ayuda pensar que este confinamiento es una reclusión que nos permite recuperar momentos que nos gustan, como la lectura o la conversación. Pero no lo podemos evitar, pensamos en los seres queridos que están lejos o en los amigos que están solos o están enfermos. Describir lo que me ha sucedido a mí sería exagerado, un error, porque en una crisis como esta, tan desagradable, inesperada y por eso mismo dramática e importante, todos perdemos algo: alguna oportunidad laboral, por ejemplo, o dinero, que es algo que gusta mucho a la gente. Podría ser ese proyecto en el que confiábamos y que finalmente no sale como esperamos. Es una realidad que después de tantos años he terminado por asumir como inevitable, pues como escritor desarrollo mi trabajo en el ámbito de la cultura. Tengo una cierta experiencia en perder lo que parecía ser importante o en que desaparezca de mi vista la realidad que debía existir en un tiempo determinado. Es lo que ha pasado: la realidad que teníamos enfrente ya no es la que tenemos y, además, no nos sirve para seguir adelante. Pero por más que nos pase, a esta realidad cambiante nunca se acostumbra uno. Además, en este drama, en este cambio que nos tiene encerrados en casa, las personas pierden lo más importante, la salud o la vida. Todo el mundo pierde: los desfavorecidos y los trabajadores. También las empresas pierden, y los gobiernos pierden, quizá los que más, porque perderán la confianza de la gente hasta que todo vuelva a ser como antes de la crisis.

En mi reclusión leo El gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. La novela está ambientada en un cambio histórico que transcurre desde una Italia aristocrática hasta una popular o revolucionaria, y una idea que se repite en sus páginas podría ser quizá la intención, oculta o no, pero emblemática de su autor; es esta: “Si queremos que siga igual, es necesario que todo cambie”. Lo menciono porque intuyo que cuando todo pase, más allá de unos días, o unos pocos meses en los que la población recordará la tristeza de lo acontecido, con los homenajes que nos gusta organizar en casos así, volveremos a una cotidianidad parecida a los meses previos a la pandemia. Me gustaría equivocarme, quisiera equivocarme también esta vez; sin embargo, tal como pasó con la última crisis de hace unos quince años, intuyo que el consumismo ilimitado volverá a ocupar los espacios de nuestra vida, pues esa será -es solo una intuición- la solución que presentarán los expertos para salvar la situación; como justificaciones añadirán el aumento de la productividad, la recuperación del empleo y el rescate de la economía. Por más razones que quiera encontrar, nunca he entendido cómo los gobernantes siguen sus dictados a rajatabla cuando el verdadero cambio asume una mirada diferente a todo lo que nos pasa como individuos y lo que hemos vivido en comunidad. Hablar por tanto del conocimiento de la vida, de lo que es necesario para convivir en paz, podría resultar una estupidez en estos tiempos en que se busca una salvación inmediata. Mis conversaciones, pero no solo con los políticos, sino con las personas con las que me encuentro en la calle, me han llevado a un escepticismo tal por la humanidad que es difícil que cambie. Para que todo cambie, debe seguir todo igual, leo en el libro; pero, pese al poder o a la fuerza que contiene esta idea, en mi fuero interno me rebelo cada hora, cada día, y asumo la importancia del conocimiento y de la tan denostada cultura para seguir adelante y no caer en el desánimo que, como se sabe, es improductivo e incluso, enfermizo. Por eso mismo pienso en la muerte y vivo todos los días intensamente.

Es una situación triste: cuando todo cae, las personas se acuerdan de la poesía, de la cultura. Son días oscuros, pero si pensaran un minuto de cada día en los que mueren, en los que lo han perdido todo, hasta la esperanza, podrían valorar lo que de verdad es importante en la vida de uno y en la de los demás.

El autor es escritor