omo vivimos inmersos en un flujo constante de eufemismos y terminología confusa, no tenemos tiempo para sacar la cabeza y contemplar la precaria situación tanto del discurso político como del mediático. La nueva política tiene miedo de hablar de indeterminación, de inseguridad, de incertidumbre, del desconocimiento del orden de los acontecimientos venideros. Nadie tiene ni idea, ni los expertos. ¡Normal! Resulta entendible, desde luego, que ante una situación como la actual nadie sepa reaccionar adecuadamente y todas las decisiones sean susceptibles de ser tildadas de inadecuadas, desproporcionadas, etcétera. Pero el problema no sólo es este, además, vienen a enfrentarse aquí el nadie sabe nada con el todo el mundo opina. Y tampoco debemos enfrentarnos al hecho de que todo el mundo opine, sólo debemos enfrentarnos al valor que se atribuye a estas opiniones y al espacio que se les concede. Si encendemos la televisión, en un momento podemos presenciar el gran espectáculo del periodismo invertido, donde individuos que se dedican habitualmente a “la prensa del corazón” han tornado, de forma cuasi mágica y camaleónica, en expertos epidemiólogos. Así pues, lejos de localizar a las pocas voces que pudiesen aportar algo de luz acerca de la proyección real que pueda tener este evento, es decir, los epidemiólogos, los medios se inundan de debates farragosos e insustanciales. Somos bombardeados de forma constante por individuos que hablan de todo, pero no saben de nada. Quien ayer hablaba del nuevo romance de la hija de la Pantoja, hoy habla en términos de inmunidad de grupo. ¡Tremendo asunto! Increíble cuanto menos lo que ha logrado la covid-19.

Pero el problema no es solo este, pues como población entendemos perfectamente las deficiencias de estos individuos para abordar cualquier problema real. Lo realmente preocupante es cómo el discurso político está acogiendo este tipo de terminología confundente e i-rreferente con toda tranquilidad. “Nueva normalidad”. ¿Qué demonios es eso? El término normalidad procede de normal, esto es, lo que es habitual y no nuevo. Si acaso, normalidad puede entenderse desde un prisma normativo, es decir, aquello que sirve de norma o regla de comportamiento. Para esta segunda acepción podría entenderse el término “nueva normalidad”, pero resultaría preocupante, cuanto menos, que la situación actual se presentara como un novedoso ardid para modificar la forma normal de las relaciones sociales como las conocíamos hasta el momento. Resulta inquietante este asunto. El problema que envuelve este modelo eufemístico de la comunicación político-mediática es que nos impide reconocer la realidad subyacente a aquello de lo que se habla.

¿A qué se refiere esta “nueva normalidad”? ¿Quizá a que vamos a tener que aprender a vivir sometidos a la indeterminación total y absoluta? ¿Qué cabe esperar de este uso del lenguaje oscuro y sibilino? La responsabilidad política exige claridad, aunque la claridad sea decir que nos toca aprender a esperar; que no sabemos lo que está por llegar. Claridad no para los millennials, que somos la generación de la incertidumbre, una generación totalmente estanca en la pregunta por el futuro y acostumbrada a la falta de certezas a las que asirse, sino para aquellas generaciones que han vivido con todo tan claro y diáfano que ahora no ven más que nubes grises en el horizonte. Tal vez estemos abocados a la indeterminación y la nueva terminología tan solo refleje la nueva realidad a la que debemos acostumbrarnos, es decir, a no esperar nada del futuro por no poder controlar las embestidas que este nos reserva. Eso, o que vamos a tener que acostumbrarnos al lenguaje confuso e i-rreferente de los comunicadores, al imperativo del oxímoron y el lenguaje contradictorio. Al fin los millennials, la generación más preparada y devastada por las crisis económicas que impone nuestro modelo económico, podemos jactarnos de tener ventaja respecto a las demás generaciones. Nosotros ya estamos acostumbrados a la indeterminación.