enómenos como la pandemia generada por el covid-19, así como la profunda crisis capitalista sobre la que esta cabalga, ponen en cuestión todo lo que creíamos asentado. Los sentidos comunes se ponen bajo una nueva lupa, y los significados de las palabras cambian. Solidaridad, uno de los conceptos más trillados en estos días, también parece mutar.

Vemos así como la solidaria Unión Europea inunda los mercados de dinero para los bancos y grandes empresas, mientras se muestra timorata a la hora de decretar ayudas -ni siquiera bonos de deuda- en favor de los países y sectores más castigados. Asistimos con estupor al lamentable espectáculo de países negándose a exportar material sanitario estratégico, convertido en un bien de constante mercadeo. Comprobamos como los Estados Unidos desnudan las vergüenzas de su ultraliberalismo, convirtiéndose en el epicentro de la catástrofe, mientras no deja de amenazar a Venezuela con una invasión militar bajo acusaciones sin sentido incluso en un contexto crítico como el que se vive. Constatamos el apagón informativo sobre el impacto de la pandemia en África, Asia y América Latina, abandonadas a su suerte por las grandes potencias que, únicamente, se miran el ombligo. Nos alarmamos, a su vez, con la pérdida de libertades y auge del autoritarismo durante el confinamiento, en una deriva planetaria que va desde los abusos policiales en Bilbao, especialmente graves hacia la población racializada, hasta el asesinato sistemático de todavía más líderes y lideresas sociales en Colombia, entre otros países, pasando por la orden de tirotear a la población filipina que no respete el confinamiento.

Al mismo tiempo, comprobamos cómo Cuba es capaz de enviar brigadas sanitarias a Lombardía (Italia) para enfrentar al coronavirus desde una perspectiva internacionalista, al igual que hacen otros países como Albania, China y Rusia. Vemos cómo dicho país caribeño no ha dudado en poner en marcha la operación Braemer para llevar a casa a los turistas del Reino Unido atrapados en un ferry que nadie quería permitirle atracar; cómo manteros y manteras de Barcelona están produciendo mascarillas para colaborar en estos momentos difíciles, al igual que la empresa de Gaza Queen Tex, dispuesta incluso a enviarlas a Israel si fuera necesario; cómo jóvenes magrebís colaboran en facilitar el día a día de personas especialmente vulnerables en el bilbaíno barrio de Otxarkoaga.

De este modo, y en estos momentos difíciles, se muestra a las claras qué es la solidaridad. La solidaridad débil, esa que se ejerce únicamente desde una posición de poder, que no cuestiona el conjunto, que habla de los otros y de las otras pero sin comprometerse, que pretende ayudar sin enfangarse, es la que hoy se convierte directamente en insolidaridad. Y resurge, en sentido contrario, una solidaridad fuerte que, a pesar de los contextos muy diversos y de las relaciones asimétricas, entiende que todas y todos somos profundamente interdependientes, que a problemas globales soluciones globales, y que no hay otros ni otras, sino un compromiso y un horizonte común con personas de carne y hueso, comunidades y pueblos que son también nosotras.

La solidaridad internacionalista vasca siempre lo ha entendido así, como un proceso de ida y vuelta. Nos hemos comprometido con otras realidades, y hemos recibido también el apoyo de otros pueblos. Hemos ofrecido lo que teníamos, a la vez que hemos acumulado aprendizajes de otras latitudes. Hemos tejido redes que, hoy en día, constituyen pilares sobre las que enfrentar estos duros momentos. No obstante, no es suficiente, debemos aprender mejor lo estratégico de la solidaridad en este momento.

En este sentido, confesamos que a pesar de esa visión de la solidaridad, nuestra ubicación en el mundo nos situaba en cierta posición de privilegio que miraba al resto del planeta sabiendo que, pese a las desigualdades y catástrofes a escala global, estas no nos alcanzarían en similar medida que a los pueblos del Sur Global. Pero llegó la pandemia y, además del coste en vidas humanas que está suponiendo, ésta ha situado en la cuerda floja la práctica totalidad de los postulados del sistema dominante, enfrentándonos de cara a ellos de manera directa y virulenta.

De la noche a la mañana percibimos que no somos intocables; que nuestros sistemas de salud o de atención social, gracias a los procesos privatizadores, son más vulnerables de lo que nunca imaginamos; que los mercados garantizan ganancias, desigualdades e insostenibilidad, pero en absoluto bienestar para las mayorías sociales; que lo público no sólo no es un pozo de ineficiencia y corrupción, sino que es el último refugio frente a situaciones como las que vivimos; y que la solidaridad real está en los pueblos y personas especialmente azotadas por el sistema dominante.

Por todo ello, acabemos con nuestros vestigios de solidaridad débil y reincidamos en una solidaridad fuerte. La clase trabajadora en sentido amplio y los pueblos de este planeta o nos salvamos todos y todas, o no se salva nadie. Nuestra lucha es aquí contra gobiernos que anteponen el beneficio a la vida, contra una Unión Europea fortaleza, contra unos Estados Unidos imperialistas, contra unas empresas transnacionales voraces. Pero, recordemos siempre que esa lucha está imbricada directamente con las mismas luchas de las comunidades colombianas, de las caravanas de migrantes centroamericanos, de refugiados subsaharianos o sirios, de empleadas del hogar de Nicaragua, de las y los gazatíes que llevan años confinados, del pueblo kurdo o del cubano bloqueado.

Hoy la solidaridad es más necesaria que nunca, una solidaridad en el fango, en la lucha, en el abrazo y la sonrisa en favor de un mundo mejor, sin capitalismo, ni heteropatriarcado, sin colonias ni racismo, verdaderamente justo y democrático para las grandes mayorías y no solo para las minorías adineradas.

Los autores son miembros de la Plataforma Elkartasuna Eraldatuz