ste artículo nada tiene que ver con quienes están padeciendo, en propias carnes en este momento, la terrible plaga del covid-19 y sus inmediatas consecuencias. Con ellos me identifico en el sufrimiento. Admiro, respeto y agradezco, desde lo más profundo de mi alma, a quienes, desde los diferentes ámbitos sociales, poniendo lo mejor de sí, están tratando de paliar y poner fin, arriesgando, en muchos casos -especialmente en el de los sanitarios-, sus vidas. Va dirigido a todos y cada uno de nosotros -y a mí mismo en particular-, que en la parte alícuota, por acción u omisión, por interés o comodidad hemos dejado que, en el transcurrir de los tiempos y las generaciones, las cosas llegasen a este punto.

¡Nous sommes en guerre! Las palabras pronunciadas, ante millones de televidentes, por el presidente francés Enmanuel Macron, expresadas con la rotundidad y solemnidad que requieren los grandes acontecimientos históricos, supusieron un jarro de agua fría sobre la cabeza incrédula y las caras estupefactas de los franceses. Posteriormente, a la expresión ¡estamos en guerra! se fueron sumando, en sus comparecencias, diferentes mandatarios de otros países con mayor o menor convicción del peligro bélico al tenor de sus pronunciamientos.

En el marco de estas comparecencias, una batería de estrategias y medidas eran anunciadas para ser implementadas, de manera gradual o de golpe, para luchar contra un enemigo global que sigilosamente, de la noche a la mañana o de la semana pasada a esta, o si se quiere, del mes de febrero al de marzo, se había presentado, no, por ejemplo, como los ejércitos ante las murallas de la ciudad tal y como lo hacían en el Medievo, sino en las propias cocinas de nuestras casas a lo largo y ancho del planeta.

Hasta ahora, detrás de las guerras han estado siempre la conquista del poder y la embriaguez de la gloria, esto es, las pasiones ocultas de la naturaleza humana. Es por ello, que el Estado, y el Estado moderno también, con fines defensivos -se dice-, pero también ofensivos -sobran ejemplos-, desde su propia constitución, ha puesto el mayor énfasis en la ampliación y máxima equipación de sus ejércitos con un constante crecimiento de sus gastos directamente proporcional a la evolución de la tecnología.

No olvidemos que más allá de lo que nos pueda contar la ciencia política siempre dispuesta al eufemismo, el Estado no es otra cosa que un pacto que se realiza, en las primeras décadas del siglo XIX entre la clase burguesa, como clase recientemente hegemónica, y la clase política para la defensa de los intereses de aquella presentados como intereses de la generalidad. Y que ese pacto, como lo muestra claramente, por ejemplo, la Carta de 1830 en Francia, mediante la cual accede el poder Luis Felipe de Orleans, se asienta sobre dos pilares fundamentales: la Ley electoral mediante cuyo manejo accede al poder la burguesía, y la Ley de la Guardia Nacional que a través de la consolidación del poder militar garantiza el pacto. En el fondo es la proclamación de las constituciones militares en los términos de Claude-Henri de Saint Simon.

La guerra contra el coronavirus, esa guerra declarada por el presidente francés y los mandatarios de todos los países del planeta en los últimos tiempos, tiene una singularidad que la hace totalmente diferente a cuantas se han declarado en el hábitat del género humano. Los humanos hemos sido capaces de matarnos entre nosotros mismos por causas que, revestidas con los más solemnes y grandiosos ropajes, en la mayoría de los casos estaban fabricadas en las profundas cloacas de la estupidez humana. La lista de ejemplos de guerras de hombre contra hombre, la guerra de rostros humanos enfrentados, podría ser larguísima, casi infinita.

La guerra contra el coronavirus no tiene rostro humano. Y esto invita a plantearnos la primera y más elemental de las preguntas: Y, ahora, ¿qué hacemos? Y, a uno le viene a la mente inmediatamente aquel profundo lamento de Saint Simon cuando a la vista de la Carta de 1830 -momento de la verdadera constitución del moderno Estado francés-, decía que no se había dado a los industriales y científicos el puesto directivo que legalmente les debía corresponder en la sociedad y que por el contrario, se habían vuelto a reconstruir las instituciones del poder centralizado: ejército, policía y la jerarquía de los controles económico y administrativo, creando así las condiciones para el restablecimiento de la vieja política del poder.

De 1830 a 2021 han transcurrido cerca de 200 años. ¡Y seguimos igual! Con la repetición constante de términos de difícil concreción (Carta Magna, democracia, estado de derecho, imperio de la ley, división de poderes…) hemos querido entender que algo se cambiaba, que algo evolucionaba para mejor. No hemos reparado en que la superabundancia de los signos solamente entraña devaluación y que por este camino inflacionario, las constituciones se han convertido en verdaderas muñecas rusas en las que, abriendo muñeca tras muñeca, en última instancia, encontramos el espíritu de la primera que impregna a todas las demás y, por tanto, a la actual y última. Y, ese espíritu ya lo reflejé más arriba.

Un modelo de Estado, que en estos casi dos siglos ha pasado por las fases de providencia, bienestar, social (?) y de mercado sin perder su original espíritu (pecado). Un Estado que, con el mejor y más sofisticado equipamiento para hacer frente a las guerras cara a cara, se ha visto sobrepasado, ineficaz y desorientado teniendo que acudir, para dar respuesta a esta guerra sin rostro, a las recetas caducadas del baúl de sus recuerdos.

Cuando esta guerra contra el coronavirus pase, ¡que pasará! porque nada es eterno en este mundo deberemos, como después de toda guerra, llorar por los muertos. Pero esta vez sí, como dice el poeta, conscientes de que “la sal no echa raíz”,… solo conserva. No obstante, aparecerán quienes quieran sacar ventaja de la situación ante su clientela a la que la han adoctrinado previamente, esgrimiendo logros y presentando el final de esta guerra como un triunfo de las instituciones políticas y militares, del sistema sanitario y hasta del Derecho y no sé qué cosas más. ¡Estos son quienes nada quieren cambiar, quienes tienen el poder desde 1830 y dan la espalda al paso de los tiempos!

Quien quiera que las cosas cambien y que las instituciones se adapten al ritmo cambiante de los grandes hechos naturales deberá quitarse la máscara que oculta los particulares intereses y mirar fijamente a los ojos de los niños/los adolescentes. A esos ojos inimputables de los niños/adolescentes de la generación del coronavirus. Si miramos detenidamente, en el iris de cada uno de ellos, encontraremos escrito con letras mayúsculas: ¡ya basta! Ya basta de armas, de armas nucleares, de cohetes a otros planetas, de atentar contra el aire que respiramos, de contaminar las aguas,… de matar nuestro planeta y, además, ¡yo solo quiero hacer y tener amigos en un planeta sano!

El modelo socio-político de 1830 está totalmente agrietado y los arreglos con parches ya nada van a resolver. Ha llegado el momento de dar la palabra, al igual que en el medievo a los teólogos, a los sabios de esta época. Eso requiere revisar y reconfigurar las relaciones de poder. Es el tiempo de los científicos.

Catedrático emérito de la UPV/EHU