odos coincidiremos en que vivimos tiempos difíciles, tiempos que están poniendo muy en evidencia que no todo está bajo control. Tiempos complejos, en los que un nivel de bienestar como no hemos conocido nunca, ese que nos permite coger un avión como si fuera el autobús de línea, es compatible con un discurso político que carga las tintas en los niveles de pobreza de los que, desgraciadamente, no estamos libres. De modo que, siendo nuestras estadísticas mejores que las de tiempos pasados y mejores que las de Europa, parece que la comparativa pierde valor cuando se contrapone con la existencia, también entre nosotros, de personas que lo están pasando realmente mal. Tiempos complicados en los que la crisis financiera de la pasada década incrementó exponencialmente la sensación de malestar en la sociedad, incluso la de aquellos que objetivamente no padecieron lo más duro de la crisis pero que se hicieron conscientes de lo precario de las seguridades en estos tiempos.
Tiempos en los que la mejora económica de los últimos años, y la consiguiente bajada del paro y de la pobreza, ha venido acompañada de un incesante ruido político y sindical empeñado en un discurso diseñado para impedir a la ciudadanía tener ni paz ni esperanza en el futuro, todo ello con un objetivo político evidente. A cada dato de mejora del paro, se ha contrapuesto, sistemáticamente, el discurso de la precariedad. A cada dato de recuperación económica, el de la desigualdad. Se ha pretendido contrarrestar cada avance real haciendo ver que, en realidad, no es tal. Ante ese discurso, alimentado por muchos medios de comunicación en una especie de competición por dar voz a quienes pretendían mantener la percepción social en el desconcierto y el pesimismo, los datos y la verdad muchas veces han parecido resultar inútiles.
No lo controlamos todo. Un ejemplo de ello ha sido el drama del vertedero. No lo controlamos todo, aunque existan Autorizaciones Ambientales Integradas y se cumplan los planes de inspección técnica. A veces ocurre lo que nadie creía que podía ocurrir. Pero se da la paradoja de que quienes demonizan la planta de valorización energética -la alternativa más moderna y limpia de países como Noruega y Suecia- echan basura a los batzokis y nos llaman asesinos por la tragedia ocurrida en Zaldibar. Un desastre que ha puesto en evidencia lo que es un vertedero: el desecho de nuestro sistema productivo y de consumo escondido bajo la alfombra. Ese es el modelo que defienden aquellos mismos que descalifican al lehendakari por el derrumbe, el de apostar por vertederos. Lo curioso es que hacen ver que se creen que sus vertederos no contendrían productos tóxicos o lixiviados, como si cerrar fuerte los ojos ante la realidad hiciera que esta pudiera desaparecer.
No lo controlamos todo, al contrario, nuestro sistema productivo, nuestro consumo energético, nuestro coche, el de cada uno, todo eso ha provocado el cambio climático. No solo “las grandes corporaciones petroleras” o “las multinacionales del automóvil”, sino nuestra forma de vida, la de todos nosotros. Pero ante la evidencia innegable de su existencia, ante los datos abrumadores de sus consecuencias, preferimos pensar que la responsabilidad, más que de uno mismo, es de “los otros”, preferentemente de “los políticos”, en los que descargamos la responsabilidad de diseñar la cuadratura del círculo: poner remedio al desastre, eso sí, sin que yo me vea afectado en mi vida y en mis planes. Qué difícil nos resulta ser plenamente conscientes de que cada uno de nosotros, entre todos, somos millones y de que todos esos millones tenemos nuestra propia responsabilidad, no solo en aquello que hacemos, sino también en la asunción de las medidas necesarias que otros deban tomar por nosotros.
Y si todo ya era complejo, si todo era difícil de gestionar, nos ha llegado el coronavirus. Se han cerrado las escuelas, el sistema teme el contagio de nuestros mayores en las residencias y el colapso de nuestro envidiable sistema público de sanidad. Nuestras fábricas empiezan a notar la falta de componentes chinos y eso amenaza con parar la producción. Angela Merkel, a la que se ha criticado hasta la saciedad por su política a la alemana durante la pasada crisis, ha dicho que puede que, de no tomarse las medidas necesarias, el 70% de sus conciudadanos acaben infectados. Y todos, también quienes la atacaban, la hemos creído, porque, en fin, Merkel no habla a humo de pajas.
Dice la no menos antipática Lagarde, aquella que nos imponía medidas de austeridad desde el FMI, ahora como rectora del BCE, que las consecuencias de la pandemia, más allá de los efectos en la salud, pueden ser letales para nuestra economía y que si no se toman medidas necesarias, podríamos volver a una crisis como la de 2008. Lagarde ha anunciado que comprará hasta finales de año 120.000 millones adicionales en bonos de deuda y que hará nuevas inyecciones de liquidez para mantener la economía europea con respiración asistida ante el coronavirus. Pero Lagarde y Europa, y también nosotros, tenemos un problema: casi no queda margen para estímulos financieros.
Con todo lo anterior quiero decir que ante los problemas complejos nunca han valido las fórmulas simplistas tan del gusto de algunos. Tampoco los discursos fáciles de quienes se dedican a criticar el buen trabajo de nuestras instituciones tachando las políticas públicas vascas de “neoliberales”: las políticas fiscales para mantener un sistema productivo sano, “neoliberales”; las políticas sociales, al nivel de las mejores de Europa, “neoliberales”; el compromiso con la política industrial, “neoliberal”; las políticas de vivienda social, “neoliberales”; hasta los vertederos resultan ser “neoliberales” y así, al infinito. A unos cuantos en este país les basta con pronunciar la palabra “neoliberal” contra el PNV para justificar su papel en la política.
Claro que a pesar de la recuperación no han desaparecido los problemas. Claro que tenemos personas en la pobreza, que el precio de los alquileres ha subido, que ha costado bajar el paro a niveles previos a la crisis, que la calidad del empleo creado en muchos casos deja que desear. Pero, ¿cuándo no ha habido problemas? Cuando algunos hablan sin cesar de “los efectos” de las supuestas “políticas neoliberales” siempre me pregunto qué tiempos habrán conocido en los que las cosas fueran en general, y a pesar de todo, mejores de lo que hemos conocido estos últimos años. A mí no me tocó conocerlos, salvo si se refieren a aquellos previos a la crisis en los que parecía que todo el monte era orégano y en los que el ladrillo especulativo y los créditos sin fin nos llevaron al desastre de 2008. Aquello sí que fue un “efecto neoliberal global”, pero ni entonces ni ahora ni nunca lo han sido las políticas del PNV.
Hasta que nos ha llegado la pandemia, las cosas iban razonablemente bien, y la previsión era que siguieran mejorando. Ahora nos enfrentamos a una situación desconocida. Las bolsas se han desplomado y los efectos económicos de las restricciones que hay que imponer para controlar la propagación del virus se antojan graves. Y ni siquiera es lo que más nos preocupa, porque estamos en estado de alerta sanitaria y debemos lograr que el número de infectados sea el menor posible y mantener a salvo a las personas más débiles. Ante esta situación, la más compleja e inmediata que nos ha tocado abordar nunca, solo tenemos un camino: actuar individualmente a la altura de las circunstancias, seguir las indicaciones, medidas y consejos del Gobierno vasco, ser responsables y solidarios. Dejarnos de hipocresías y de apariencias de estar creando organizaciones paralelas, como pretende Otegi, y ser valientes. Y, sobre todo, demostrar que, por una vez, somos capaces de colaborar, de unir fuerzas con nuestras instituciones, de dejarnos de simplezas y descalificaciones y de actuar a la altura de lo que se merece el Pueblo Vasco. Si lo hacemos así, saldremos reforzados. Eman dezagun daukagun onena!
La autora es burukide del EBB de EAJ-PNV