En otros casos, sea por acoso o por falta de oportunidades el estado de salud diría que es “reservado”. David Runciman (2018) en el libro Así termina la democracia informa que “está pasando una crisis de madurez”. Corrobora el autor que no es como otras que atravesó en el pasado, cuando era más joven. Apunta a tres diferencias fundamentales, “la violencia política no es la que llegó a ser en generaciones anteriores, ni en cuanto a escala ni en cuanto a carácter. Las democracias occidentales son hoy sociedades fundamentalmente pacíficas. La amenaza de catástrofe ha cambiado. Nuestros miedos nos inmovilizan. En tercer lugar, la revolución de las tecnologías de la información ha modificado por completo los términos en los que la democracia está obligada a operar”. La perspectiva de D. Runciman (2018) es “alentadora”; “la democracia por la que muchos se han acostumbrado a sentir cierto desagrado y desconfianza sigue siendo un lugar cómodo y familiar en el que permanecer, comparado con la perspectiva de lo desconocido”. La conclusión del politólogo inglés es clara y la sintetiza en cuatro ideas, “la democracia occidental madura ha dejado atrás su apogeo. Ya no está en la plenitud de la vida. Al mismo tiempo, no podemos obsesionarnos con la muerte: no nos lo podemos permitir. La muerte no es lo que era. Las mejoras artificiales, los retrasos y los arreglos técnicos pueden mantenerla mecánicamente con vida de forma casi indefinida. El punto fuerte de la democracia sigue siendo su capacidad para desagregar problemas y hacerlos así manejables. La democracia y nosotros no somos la misma cosa. No hay alternativas mejores en el momento presente, pero eso no significa que no exista ninguna alternativa. La historia de la democracia no terminará en un único punto final”. La conclusión es clarificadora, aunque muy poco épica, “ la democracia occidental -dice- sobrevivirá a su crisis de madurez. Con suerte, saldrá un poco escarmentada de ella, pero es improbable que la devuelve a su juventud. En cualquier caso, este no es el final de la democracia; pero así es como termina”.

Por su parte, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt (2018), en su análisis de Cómo mueren las democraciasaclaran dos aspectos que funcionaban hasta este momento, aunque no esté claro lo que puede ocurrir en el futuro, “dos normas básicas han reforzado los mecanismos de control y equilibrio y la ciudadanía los ha dado por supuestos: la tolerancia mutua, o el acuerdo de los partidos rivales a aceptarse como adversarios legítimos, y la contención, o la idea de que los políticos deben moderarse a la hora de desplegar sus prerrogativas institucionales. Estas dos normas sustentaron la democracia durante gran parte del siglo XX”.

El panorama, como señalan los autores citados, es de gran complejidad. Los defensores del cansancio de la democracia, los creadores de las crisis o los optimistas sobre las posibilidades de la participación, no dejan claros sus diagnósticos, más bien obedecen al narcisismo consentido de aquellos a los que nunca les falta nada y puede vivir alternando el síndrome del contrabandista, las razones de Peter Pan o la cultura de la queja. El cansancio tiene que ver con el testimonio de los que nunca han vivido en situaciones de falta de democracia. Los ciudadanos de las sociedades ricas son “caprichosos” con quejas permanentes sobre lo que tienen que nunca parece suficiente. No se mueven siguiendo la lógica de la errancia (Akira Mizubayashi, 2019) ni auspician con todas las consecuencias la resonancia (Hartmut Rosa, 2019), se revuelven en cambio frente al espíritu de la época y rechazan la incomodidad que les causa la fatiga de materiales, aunque se sirvan de ella. La globalización les permite descubrir el valor de otras sociedades, continentes y lugares porque no son sólo las nuevas rutas de la seda, la vasta geografía asiática, la espera africana, las diversas américas o las dudas europeas las que invaden las aceras de nuestras ciudades sino el hecho de que la democracia no es un valor universal, tiene aún muchos caminos por recorrer, es resultado de una disputa histórica y de formas de organizar, vivir la convivencia, dirimir conflictos, distribuir el poder y producir valores. Como señala Yuval Harari (2018), “cuando los políticos empiezan a hablar en términos místicos, ¡cuidado! Podrían intentar disfrazar y justificar el sufrimiento real envolviéndolo en palabras altisonantes e incomprensibles. Para conservar la cordura, intente siempre traducir esta monserga en términos reales: un soldado que grita agonizante, una mujer que es apaleada y vejada, un niño que tiembla de miedo. De modo que si el lector quiere saber la verdad acerca del universo, del sentido de la vida y de su propia identidad, lo mejor para empezar es observar el sufrimiento y analizar lo que es. La respuesta no es un relato”.

Con la democracia aprendemos que vive en estado de vigilia y que le afectan procesos de un tipo u otro, el éxito y los logros están asociados a momentos de pacificación, crecimiento económico, redistribución de la riqueza y la creación de contextos que fomentan la movilidad social y radicalizan las libertades civiles. Se siente cómoda con esos ingredientes, pero se resigna a ser maleada si se incrementa la desigualdad por mor de cambios estructurales, por ejemplo, cuando la crisis económica cuestiona el desarrollo social y económico, se sobreexplotan o adelgazan los mercados laborales, se cuestiona el pleno empleo, los salarios sufren ajustes que a la ciudadanía en general -sobre todo a las rentas medias y bajas- les cuesta digerir o si la solidez de la sociedad civil autoriza formas y modos de participación que enriquecen el sentido democrático de las culturas ciudadanas.

El vigor y a la buena salud de la democracia opera con más dificultades si cuando dicen que están en condiciones de ofrecer un futuro claro, referencias que clarifican la vida de los ciudadanos, seguridad y protección para construir el itinerario vital de vida, les salen competidores que crean expectativas pero reducen a la nada el cuadro de oportunidades. Las respuestas relacionadas con la identidad, la vinculación social o el grado de pertenencia a la sociedad respectiva salen ganando si sostienen la autopista por la que se puede circular de manera cómoda. Las alteraciones, las quejas sobre la falta de reconocimiento, la percepción de que la identidad social no cumple las expectativas creadas, de que el mundo les es arrebatado, las élites y los electos no saben escuchar y no hacen bien su trabajo, son -no están todos- los ingredientes con los que a muchos se les indigesta y, llegado el caso, puede verse afectada por las críticas de ciudadanos que la perciben no como el soporte necesario sino como la molestia a evitar o la amenaza a enfrentar.

El crecimiento electoral de la extrema derecha en Europa o la emergencia de múltiples conflictos sociales en el mundo con una u otras formas de expresión son posibles porque las élites no terminan de entender que las consecuencias de los cambios estructurales que acontecen en los dos últimas décadas dañan el dosel sagrado del bienestar, crece la desigualdad, se paraliza la movilidad social ascendente y las nuevas generaciones tienen dificultades para expresarse social y profesionalmente. La debilidad de muchos de estos instrumentos deja fuera de juego a millones de ciudadanos atrapados por el fuego cruzado de las nuevas circunstancias de la economía, la desindustrialización de los territorios, la penetración de los excesos de la globalización y los olvidos de las barreras emocionales en la definición de la identidad y en la incapacidad de hacerse con una voz para que alguien se ocupe de ellos. Hay que ver si la selva burocrática del orden global disfruta de inteligencia táctica y capacidad emocional para enfrentar estos desafíos.

Hay que asumir el cambio de época, 2020 es muy diferente a 1990. La globalización, el poder de la tecnología, la 4ª revolución industrial, la transformación de los mercados laborales, el estatus de la industria 4.0, la robotización, las mutaciones de los empleos, la selva de los salarios, las nuevas fuentes de desigualdad, las formas de identidad, las relaciones generacionales, la geopolítica, los flujos económicos globales... abren una era compleja atravesada por la aceleración, la velocidad y la complejidad que ponen “patas arriba” el mundo conocido. No se puede estar en un mundo de redes sin redes y no se puede seguir hablando como si la política fuese lo mismo hoy que ayer o como si la democracia estuviese interviniendo y esperando que se llegue a ella sólo porque está ahí.

El bienestar es la gran expectativa, informa las formas, los contenidos y a la pervivencia de la democracia, es el dosel sagrado, la calidad de vida es el referente material y la confianza el pegamento simbólico del mundo social. La legitimidad de los entramados democráticos gira alrededor de la gran promesa del sueño humano: llegar a generar estadios de bienestar. Se llega a ella mediante el desarrollo económico, la redistribución de la riqueza, la movilidad social ascendente o la expansión de las libertades civiles. Democracia y bienestar son dos realidades que se llevan bien y complementan mejor. Quizá ésta es la base y el termómetro de la buena salud o de la salud deteriorada.

El autor es catedrático de Sociología UPV/EHU