En Vitoria a los árboles los matan de pie al igual que lo hacen en las Américas de la Amazonía. Pero aquí, además, a los árboles los matan en silencio; en el suyo propio, sin permitirles siquiera balbucear un pequeña queja personal y entre el atronador silencio de muchos de sus vecinos, que somos nosotros. Y eso, a pesar de lo que dice ese proverbio japonés, de que Mil árboles que crecen hacen menos ruido que un árbol que se derrumba. En Vitoria, Ciudad Verde, si nadie lo remedia, en unos pocos días estos cuatro enormes arboles caerán abatidos en su propia trinchera de batalla; en esa que llevan más de 50 años defendiendo la vida; produciendo lo que solo ellos saben hacer: oxígeno. Alguien, tal vez ya desaparecido, los colocó allí, a la vera de un parque antiguo apenas alejados de sus hermanos del Campo Arana; donde hasta hoy, enormemente orgullosos de su quehacer diario, se estiran y se ahuecan frente a la despistada mirada de los que por ahí pasan en sus veloces vehículos, o la de quienes se les aproximan a su base caminando hasta la parada del autobús urbano. Allí han vivido todos esos años como vigías de innumerables amaneceres, dejándose ver por su luz, inmóviles pero agitados; calatos en invierno y a rebosar de hojas verdes y luego secas a lo largo de los sucesivos veranos y los ventosos otoños.
Alguien -otros- hoy los llevan a la muerte. Les basta para eso con la breve sentencia de un solo párrafo, de una sola letra, de un único categórico e indefinible signo: un punto rojo suspensivo añadido a su piel erguida. Alguien, que sin medir los justos tiempos de la vida, les procura arteramente -les impone- una muerte demasiado indigna ¿O es que no estamos de acuerdo en que todos los cumplimientos de sentencia de muerte son indignos? Cualquier día de estos, otro alguien verdugo obediente, les hará caer a ese vacío donde desaparecen las astillas, los serrines y las chirloras sin nombre. Y de sus corpulentos y entrañables cuerpos, ¿Qué quedará? Triste sociedad la nuestra, que por vivir desinstalada en su propia tierra, ni siquiera necesita conocer cómo y por qué se cortan los árboles, vecinos de sus casas y cuidadosos testigos de sus diarios caminos. Feroz destierro el que se impone a la memoria colectiva al hacernos caminar un día de estos sobre los fantasmas futuros de hojas secas que no pudieron ser verdes jamás. Orfandad de orfandades, como anotaba Cesar Vallejo.