Ha fallecido José Luis Larrucea, Larru, un buen hombre que vivió “como un cura”, expresión que él mismo utilizó para sus dos últimos libros: Vivir como un cura. deshaciendo tópicos. José Luis Larrucea Ruiz de Arcaute nació en Isasondo, Guipuzcoa, en 1941. El pueblo siempre fue su referente, el suyo natal y otros como Maestu, Berantevilla, Laguardia, Labastida, Hermua y Miravalles. Se ordenó sacerdote en 1964. Una gran parte de su vida (16 años) la ha dedicado a la atención humana y pastoral de los enfermos, particularmente en el Hospital de Leza y el Preventorio de Laguardia (allí me crucé con él la primera vez, yo tenía 7 años y pasé una convalecencia tras una intervención en Leza). Durante siete años entregó su vida y su paciencia a la formación de seminaristas (allí volví a coincidir con él, y se gestó la amistad y el cariño que siempre le tendré). Larru se ocupó de convivir con una cuadrilla de jóvenes de entre 18 y 25 años en un piso de la parroquia de San José de Arana. Quienes compartimos piso y tareas domésticas con Larru conservamos el grato recuerdo de este cura socarrón, de humor argentino (con él descubrimos muchos a Les Luthiers), sibarita de la cocina (con él comimos por primera y única vez una deliciosa tortilla de ortigas que tras el proceso de lavado previo podrían pasar por espinacas), artista de la madera, apreciando de manera especial el olivo, micólogo aficionado, enamorado de la naturaleza, y defensor de los derechos humanos a rabiar (formó parte de Amnistía Internacional desde sus inicios en Vitoria). También ha trabajado con asociaciones de discapacitados físicos y con Cáritas, entidad a la que ha destinado los beneficios de la venta de sus libros y esculturas de madera. Los últimos casi diez años de su vida pastoral activa los dedicó a los ancianos como capellán de la residencia de San Prudencio.
Su vida ha estado ligada especialmente al mundo del dolor, al propio como “nefrítico crónico”, y al ajeno en todas las edades. Una vida plagada de anécdotas, algunas recogidas en sus libros de “vivir como un cura” y otras que pertenecen al patrimonio personal de quienes convivimos con él. Hace unos meses le visité en la residencia sacerdotal, me reconoció y pudimos reírnos un rato, especialmente de su estado “decrépito” que él reconocía con humor y resignación. Larru no ocupó grandes cargos eclesiásticos, pero ha sido una referencia para muchos como sacerdote y sobre todo como ser humano. Cierro los ojos y puedo verlo sobre la moqueta verde de la sala que acondicionamos como capilla en el piso de Arana. La luz que atraviesa la vidriera, que hicimos nosotros mismos, despliega un arco iris sobre la barba de “papá Pitufo”, y mientras suena de fondo una suave música de Enya, recitamos a coro el Salmo 8 que tanto le gustaba. Me quedo con esa imagen. Hasta siempre Larru.