Nada parece cambiar en el cúmulo de desatinos por el que deriva la relación entre Catalunya y el Estado desde que el 14 de diciembre de 2003 Pasqual Maragall (PSC), Josep Lluís Carod Rovira (ERC) y Joan Saura (ICV) firmaran el Acuerdo del Tinell para un gobierno catalán cuya prioridad era la reforma del Estatut de 1979 que el Parlament aprobaría dos años más tarde -hace tres lustros ya- con el apoyo transversal de 120 de sus 135 parlamentarios (PSC, ERC, ICV, y CiU). Si entonces el PP, minoritario en Catalunya y en la oposición a Zapatero, hizo del rechazo al Estatut casus belli político y electoral, arrastrando hacia el nacionalismo integrista español a buena parte del socialismo, lo que derivó en el famoso cepillado del Congreso y tras el recurso del PP en el posterior recorte estatutario del TC, Catalunya vuelve a ser hoy, en vísperas del 10-N, la principal munición electoral de la derecha hispana. Y Pedro Sánchez, a resultas de esa presión que blande la unidad estatal como argumento arrojadizo, se ha ido despojando de los principios y planteamientos que contribuyeron a los acuerdos previos a su elección como presidente a raíz de la moción de censura a Rajoy para instalarse en un continuo ademán de inflexibilidad. Además de que a él le cabe la responsabilidad de unas elecciones que pudieron evitarse, Sánchez ha tratado de extender una imagen de presidente nacional que comprende desde las amenazas ante la sentencia del TS sobre el procés -con el art. 155, o la Ley de Seguridad Nacional- a la visita ayer a Barcelona con la única intención de obtener la fotografía con los policías heridos mientras evita, si no rechaza de modo explícito y carente de educación, el diálogo. Pero también como hace tres lustros, el soberanismo catalán se ve lastrado por la desconfianza que causa la igualdad de fuerzas entre sus dos grandes familias y su traducción a pugna electoral junto a la evidencia de la dificultad de que el president Torra, superado por unos acontecimientos que está lejos de controlar, llegue a culminar la XII legislatura del Parlament. Así, se antoja que el conflicto político de la cada vez más extendida desafección catalana con el Estado, que pudo y puede ser resuelto con urnas, no saldrá del desatino mientras unos y otros lo sigan manejando para obtener votos... y evitar proponer soluciones concretas al resto de (los muchos) problemas que acucian a la sociedad.
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