Con independencia de la resolución coyuntural de la crisis del Open Arms, de la experiencia más inmediata cabe extraer conclusiones muy preocupantes. Se dispara el riesgo de asentar en la opinión pública una contrapedagogía social que parte de la base de obviar o directamente desautorizar la existencia de tratados internacionales de obligado cumplimiento por parte de los estados que en su día los suscribieron e incluso colaboraron en su implementación. La literalidad de las palabras pronunciadas por la vicepresidenta española en funciones, Carmen Calvo, para justificar una eventual sanción económica a la ONG propietaria del barco de rescate entra dentro de esa práctica que llega a atentar directamente contra el derecho del mar. Calvo reprochó que al capitán del barco se le recordó expresamente que “no tiene permiso para rescatar”, lo que choca radicalmente con la normativa y la lógica no ya del más mínimo principio de humanidad, sino del propio derecho. Desde 1982, la Convención de Naciones Unidas sobre Derecho del Mar (Convemar), suscrita por los países de la Unión Europea, tiene establecida en su artículo 98.1 la obligación de exigir a los barcos que naveguen bajo pabellón de un estado firmante de acudir a prestar auxilio a quien encuentre en riesgo de desaparecer en el mar y, aún más, de dirigirse a toda velocidad a donde se sepa que existen personas en peligro. Una obligación ya recogida en 1974 en el Convenio Internacional para la Seguridad de la Vida Humana en el Mar. La Convemar exige, además, que todo Estado ribereño “fomentará la creación, el funcionamiento y el mantenimiento de un servicio de búsqueda y salvamento adecuado y eficaz para garantizar la seguridad marítima...”. Así pues, lo que existen son las trabas administrativas de los estados que están violando los compromisos adquiridos pero no existe en el derecho del mar la autorización para rescatar a la que alude Calvo. Si sostener esto es grave, desde un punto de vista humano es decepcionante, más cuando se expresa desde una posición socialdemócrata a la que se le presume una sensibilidad por los más desfavorecidos, mucho más cuando se encuentran en situaciones de vida o muerte. Es un signo de la deshumanización de la política, no muy distinto de los que caracterizan a personajes como Matteo Salvini.