La celebración el martes del primer debate televisado de la campaña para las elecciones generales del próximo día 28 entre candidatos de seis formaciones representadas en las Cortes y la polémica por la intervención de la Junta Electoral en el anunciado y ahora imposible debate a cinco en una cadena privada y su más que posible conversión en debate a cuatro en la televisión pública estatal han confirmado la transformación electoral de las teorías de la comunicación desarrolladas por Marshall McLuhan. Si el filósofo canadiense propuso en 1964 que “el medio es el mensaje” porque las características del primero afectan por sí mismas a la sociedad, condicionando el impacto del segundo; la pugna de los partidos de ámbito estatal -los de representación territorial sí poseen la necesidad, que en este caso es virtud, de centrar y por tanto priorizar el mensaje en los intereses de la sociedad a la que representan- en la campaña del 28-A, en su más amplio sentido, y en el debate, en concreto, se está depreciando no ya el mensaje condicionado por el medio, sino incluso a este: ahora, la forma es el mensaje, independientemente del medio. No se trata de que el contenido de lo que se pretende comunicar llegue, sino de implantar en el destinatario del mensaje la rotundidad con que se expresa, aunque -o incluso para que- ese empeño devenga en oscuridad ideológica y de raciocinio y se apaguen incluso las escasas bombillas, aquellos medios sin mensaje de que hablaba McLuhan, de la política. Lo primordial hoy es ser más tajante, más contundente, que aquel al que se disputa un mismo espectro de electores, con quien no se pretende contrastar porque en el fondo dicho contraste no existe -lo que es cada vez más evidente en la triple derecha estatal- sino a quien se pretende relegar en una espiral que lleva incluso a la descalificación, el despropósito y el insulto contra quienes no pugnan por el mismo sector de votantes. Y para esa conversión del debate en riña cualquiera sirve, da lo mismo un torero que un militar o una marquesa, aun a riesgo de una posterior degeneración de la representación política y la gestión institucional y de que en lugar de lograr la movilización que se pretende apelando a la conmoción de los afectos, se provoque una desideologización por hartazgo que derive peligrosamente hacia la deslegitimación de la política.
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