El rechazo de EH Bildu a la última oferta realizada ayer por el Gobierno Vasco para encontrar un punto en común en sus diferencias respecto al proyecto de Presupuestos para 2019 denota las enormes dificultades que aún arrastra la coalición abertzale para involucrarse en acuerdos políticos de calado con aquellos a quienes siempre, y siempre sin resultado, ha aspirado a sustituir. También para apartarse de los maximalismos que han marcado a la trayectoria histórica de la izquierda abertzale y que impiden llevar las negociaciones políticas hasta el objetivo de la consecución de acuerdos. La última propuesta trasladada por el consejero de Hacienda y Economía, Pedro Azpiazu, que ampliaba y acercaba aún más las cuentas a las pretensiones de la coalición, ni siquiera fue respondida con una contraoferta propiamente dicha en tanto que EH Bildu prefirió distanciarse aún más retrocediendo en sus posturas a la oferta de dos días antes, obviando las negociaciones posteriores. Pero el esfuerzo empleado por el Gobierno en tratar de llegar a un acuerdo es evidente si se considera que ya la propuesta anterior llegaba a cumplimentar el la mayor parte de los 233 millones que suponían las diecinueve enmiendas parciales planteadas por EH Bildu como condición para permitir la aprobación de los Presupuestos. Añadido el ofrecimiento final con el compromiso de complementar progresivamente las pensiones más bajas a través de la RGI hasta alcanzar en dos años los 858€ exigidos por la coalición abertzale, el rechazo de EH Bildu se antoja todavía más difícil de explicar. También a “la gente que lo pasa mal”, como pretendía ayer Arnaldo Otegi, ya que la propuesta supondría una mejora sensible de su situación que la alternativa a la que aboca la decisión de su grupo, la prórroga presupuestaria, hace inviable. Negar que esto es así solo puede ser consecuencia de confundir el significado de negociar (tratar asuntos públicos o privados procurando su mejor logro) con el de persuadir (obligar a alguien con razones a creer o hacer algo) o, peor aún, con el de imponer las tesis propias sin atender a los motivos de aquel con quien se negocia. Y abona la sospecha de que desde el principio se ha pretendido plantear la disposición al diálogo sólo como pose interesada para tratar de culpar al otro de la no consecución de un acuerdo que realmente no se buscaba.