El 6 de diciembre España conmemora el 40º aniversario de su Constitución, un texto que en todo este tiempo solo ha sufrido dos modificaciones, y las dos obligadas por Europa: la primera en 1992, para adecuar la legislación al Tratado de Maastricht y la segunda, en plena crisis económica, mediante una reforma exprés para priorizar la estabilidad presupuestaria frente al gasto social. Al contrario de lo que ocurre en otros estados europeos, la Carta Magna española se ha convertido en una foto fija de leyes inmutables que deposita la llave de cualquier reforma en una mayoría española ajena a la realidad política vasca o catalana. La aversión al cambio y actualización del texto constitucional para adaptarse a nuevas realidades sociales y políticas se ha justificado históricamente en el riesgo que supone tocar una tecla tan sensible como el consenso de la Transición, el respiradero en el que maniobraron los partidos políticos para alumbrar un texto legal bajo la atenta vigilancia de las Fuerzas Armadas. En su día, el nuevo estatuto que defendió el lehendakari Ibarretxe y poco después la reforma estatutaria votada por los catalanes y desfigurada por el Tribunal Constitucional mostraron los límites de un texto, o más concretamente de aquellos representantes políticos que se han arrogado su interpretación exclusiva y restrictiva haciendo de él una referencia hasta ahora incapaz de resolver las crecientes tensiones territoriales. No está de sobra recordar que en el referéndum para su aprobación celebrado en 1978, en los territorios que luego conformarían la CAV, la Constitución española solo consiguió reunir 479.205 votos a favor, de un total de 1.552.737 ciudadanos con derecho a voto, lo que representó poco más del 30% del censo, con una abstención que rondó el 55%. Difícil celebración, tal y como la semana pasada reflejó el Parlamento Vasco con una declaración aprobada por la mayoría de la Cámara. En ella, se recuerda el “déficit de legitimidad” que, desde su origen, tiene la Constitución española en Euskadi y la “base antidemocrática e históricamente falsa” que supone “la indisoluble unidad de la nación española” en la que se fundamenta. La imposición de una especie de reverencial veto a una eventual reforma del texto constitucional solo se entiende desde el nulo interés, el temor a los resortes de la democracia y la nula disposición a buscar los necesarios acuerdos, lo que paradójicamente es una forma de deshonrar el trabajo de búsqueda de consensos que desembocó en la actual Constitución, sin duda nada sencillos.