El anuncio de reforma de la Constitución para eliminar aforamientos realizado por el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, un día antes de que el Congreso viera una propuesta similar de Ciudadanos plantea algunos interrogantes. El primero, el del alcance de una medida que en realidad no afectará a la mayor parte de los aforados toda vez que la Constitución únicamente fija el aforamiento de los miembros del Gobierno del Estado y de los del Congreso y Senado, mientras que la de los jueces y magistrados se fija en la Ley Orgánica del Poder Judicial y la de los gobiernos y cámaras autonómicas en los respectivos estatutos. En otras palabras, la reforma interesaría a apenas 640 de los 17.603 (3,6%) cargos públicos aforados en todo el Estado. El segundo se debe plantear sobre el modelo de supresión de los aforamientos, toda vez que se apunta a que solo afectará a cuestiones ajenas al desempeño del cargo público y se realizará con un proceso que incluye la necesidad de sendos informes del CGPJ y el Consejo de Estado al Consejo de Ministros, donde se decidiría sobre la supresión del aforamiento, cuando actualmente esa responsabilidad recae de modo mucho menos arbitrario, tras la petición del suplicatorio por el Tribunal Supremo, en la mayoría simple del Congreso. Esas dudas se acentúan si se plantea la vía de reforma exprés del art. 167 que precisa del apoyo de 3/5 del Congreso y del Senado y obliga a contar con el respaldo del PP. Pero, además, por lógica, esos interrogantes llevan a otro, el de la necesidad de impulsar la reforma y, en consecuencia, a preguntarse por el verdadero motivo de la misma, especialmente cuando hasta la fecha solo se han llevado a cabo dos reformas exprés de la Constitución, una en 1992, obligada por el Tratado de Maastricht, para incluir el sufragio pasivo de los extranjeros, y otra en 2011, esta impulsada por la crisis y un supuesto riesgo de intervención de la economía, para modificar el art. 135 del texto constitucional y fijar el criterio de estabilidad presupuestaria. Y porque mientras tanto se ha venido rechazando de modo vehemente impulsar cambios en la Carta Magna para resolver no ya cuestiones resueltas en la legislación, sino problemas políticos estructurales y de fondo que afectan a la propia configuración del Estado y que el gobierno, al cumplir sus primeros cien días, necesita encarar.