La Unión Europea se está viendo sometida a un riguroso test de estrés que puede comprometer su futuro como modelo basado en la cohesión social. Las estructuras supraestatales, los estados y cualquier organización de las personas, llegando incluso a la realidad de cada individuo, demuestran su fortaleza o debilidad en su capacidad para afrontar situaciones de crisis. La UE ha vivido desde su nacimiento diferentes episodios críticos que ha ido solventando con mayor o menor fortuna, pero siempre manteniendo su unión e, incluso, ampliando esta a nuevos estados. Las causas de esas crisis han sido tanto externas como internas, al igual que ocurre en la actualidad con dos fenómenos que acaban tocándose: la inmigración y los populismos. La primera de estas dos cuestiones, la de la llegada masiva (aunque con diferentes grados de intensidad en el tiempo) de personas que huyen de las guerras que se libran en sus regiones de origen o de la miseria y el hambre que asola a sus países, toca de forma determinante a la esencia de la Europa que se quiere construir: la que tiene a las personas y al respeto de los derechos que como tales les asisten como centro de su razón de ser. Esa preocupación por las personas no puede limitarse a las que viven en el interior de la Unión Europea sino que debe tener en cuenta a las que llegan a su territorio, a las que están agolpadas a sus puertas y a la situación de los países de los que proceden. Lo contrario sería aceptar que la UE es un club de privilegiados, en un planeta plagado de desigualdades, y renunciar a tener un papel determinante en la esfera internacional, para exportar su modelo de solidaridad, estabilidad y paz. La minicumbre que los líderes de dieciséis estados de la Unión celebraron ayer en Bruselas como antesala al Consejo Europeo de los días 28 y 29 ha dado los primeros pasos para quebrar la dinámica en la que cada jefe de gobierno presentaba propuestas condicionadas por la situación política interna del país, mirando siempre de reojo a los movimientos populistas que acechan en sus respectivas casas. Si los gobiernos no son capaces de hacer honor al nombre mismo de la estructura institucional (Unión Europea) y se disgregan con disquisiciones de cuño doméstico, habrán dado la puntilla al proyecto social europeo. La inmigración no se detendrá y tampoco los populismos. La UE no habrá superado el test de estrés.
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