los apologistas del vasallaje patrio se afanan en pregonar que la entrada en la cárcel de Iñaki Urdangarin, el cuñado del actual rey, demuestra que todos los españoles son iguales ante la ley. Una soberana muestra de estulticia, ya que el caso del exduque ha probado justamente lo contrario. Para empezar porque en estos tiempos de prisiones preventivas generalizadas se le permitió seguir en libertad y residiendo en Suiza además, no sólo cuando pesaba sobre él una solicitud de diecinueve años de cárcel, sino incluso tras condenársele en primera instancia a más de seis años de reclusión. Por añadidura, el castigo por seis delitos nada menos -malversación, prevaricación, fraude a la Administración, tráfico de influencias y dos delitos fiscales- se ha saldado en el Tribunal Supremo con una pena de cinco años y diez meses de internamiento, menos de un tercio de la petición fiscal, una rebaja que para el juez instructor ha devenido en una condena benévola. Pero es que además concurren otras circunstancias acreditativas de un trato deferente, por ejemplo que en una investigación que rastreaba el desvío de seis millones públicos no se le hubieran intervenido a Urdangarin los teléfonos o que cuando se publicaron los primeros indicios de sus tejemanejes se le dispensara un pingüe retiro en Washington. Ese tratamiento distinguido todavía ha resultado más obsceno en lo que atañe a la infanta Cristina, a la que el fiscal defendió con el mismo ahínco que su abogado y cuya responsabilidad se ha limitado al pago de 136.950 euros como esposa lucrada de los apaños de su cónyuge pese a compartir con él el 50% de la sociedad que ingresaba los fondos sisados (Aizoon) y formalizar pagos domésticos en ropa, viajes, decoración, cócteles, clases de baile y un largo etcétera. Un comportamiento que sugiere un uso consciente de su figura al menos como escudo fiscal, si no como cooperadora necesaria, pero que ella soslayó en la vista oral contestando hasta en 550 ocasiones con un no sé o con otro no me acuerdo, en escenificación de una falla intelectual que en absoluto se compadece con su desempeño en una fundación bancaria. De esa suerte de condescendencia cortesana se benefició asimismo el hoy monarca emérito Juan Carlos, que como prestamista de 1,2 millones para la compra del palacete de Pedralbes por el matrimonio Urdangarin-Borbón bien podría haber declarado como testigo y aun como imputado. La enésima señal de que la Justicia se quita la venda ante según quién.