El cruce de acusaciones por un supuesto ataque químico el sábado contra la población civil de la localidad siria de Duma, que provocó 43 muertos y centenares de heridos, y por un presunto bombardeo de aviones israelíes al aeropuerto militar T4 que el régimen de Al Assad tiene en la provincia de Homs vuelve a hacer patente el laberinto de intereses geoestratégicos que condicionan la guerra en Siria -y en Irak- también tras la evidente derrota militar del denominado Estado Islámico. La utilización de armas químicas en la guerra siria no es nueva y ya se denunció en agosto de 2013 en la localidad de Guta en una situación de asedio y bombardeo similar a la que sufre Duma. Que Estados Unidos apele ahora, como entonces, a que la ONU inicie una investigación, no es sino parte de ese laberinto en el que se ahoga el protocolo de Ginebra que prohíbe el uso de armas químicas desde 1929, tras la Primera Guerra Mundial, también el IV Convenio de Ginebra que protege a la población civil en tiempo de guerra. Y que el Pentágono, en palabras del Secretario de Defensa de EEUU, James Mattis, no descarte acciones militares como respuesta a dicho ataque tampoco cambiará nada en una guerra que ya ha cumplido siete años y de la que el presidente Donald Trump acaba de anunciar la retirada de sus fuerzas sobre el terreno precisamente días antes de que Damasco acuse a Israel de un bombardeo con numerosos antecedentes. No ya por el centenar de incursiones aéreas israelíes contra las fuerzas de Hezbolá que con el apoyo iraní se acuartelan e intervienen en Siria o por los últimos ataques israelíes a instalaciones militares sirias en enero o febrero, sino porque ya en septiembre de 2007, casi cuatro años antes de iniciarse la actual contienda, la fuerza aérea judía destruyó la instalación nuclear de Al Kibar, construida con tecnología norcoreana en la provincia siria de Dayr az-Zawr. Más de una década después de aquel ataque al corazón de lo que Bush había denominado “el eje del mal” -inicialmente formado por Irak, Irán y Corea del Norte pero ampliado luego a Libia y Siria, entre otros-, el pulso global entre Rusia y EEUU y sus aliados en la zona, Irán e Israel respectivamente, con Siria como escenario y con sus protagonistas locales, sigue siendo la única explicación de la prolongación de un conflicto que ha costado cuatrocientas mil vidas y creado más de 12 millones de desplazados y refugiados.