La deliberación por la justicia alemana sobre la petición de extradición de Puigdemont y el periodo de dos meses prorrogables con que cuenta la audiencia territorial de Schleswig-Holstein para decidir al respecto parecen haber sumido a Catalunya en una suerte de impasse político que, sin embargo, se adivina difícilmente sostenible. Más allá de la legítimidad de las reivindicaciones del soberanismo catalán y del proceso a través del que se han venido encauzando y sin ignorar que la actuación de la justicia española mantiene en prisión o persigue a políticos nacionalistas por el mero hecho de ejercer como tales en una cuestionable y parcial interpretación de la ley que debe subsanarse, el nacionalismo catalán no puede evadirse de la necesidad de ofrecer a sus ciudadanos algo más que el aferrarse a la simbología del procès mientras el autogobierno construido con notorios esfuerzos durante décadas se deteriora mediante la intervención del mismo con la aplicación del art. 155 por el gobierno del Estado, que se prolonga ya durante medio año. Catalunya necesita su Govern, un gobierno propio que solo es posible mediante el consenso del soberanismo en torno a un candidato quizá con menos arrastre simbólico que los tres propuestos hasta la fecha -el mismo Puigdemont, Jordi Sánchez y Jordi Turull- pero en contraposición capaz de presentarse incólume para prevenir la intromisión de la interrelación de los poderes del Estado en el ejercicio democrático de su elección como president por el Parlament catalán. Claro que ese pragmatismo soberanista exige asimismo apartar intereses particulares y un cambio de actitud en una CUP tan necesaria como demasiado tendente a cargar cualquier actuación de una parafernalia simbólica que dificulta avanzar. Porque sin su comprensión de las necesidades de Catalunya y su autogobierno y pese a la delegación de voto de Puigdemont y mientras Antoni Comín siga su propio criterio, la correlación de fuerzas en el parlamento catalán muestra un empate a 65 votos que únicamente prolonga la actual situación y deriva a una nueva convocatoria electoral en la que el soberanismo espoleado por la intransigencia del Estado podría padecer el desgaste que siempre conlleva la frustración. Y eso es lo último que necesita Catalunya en el camino hacia su libertad.
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