Tanto por sus acotados movimientos en materia de Defensa o sobre el Brexit como por su atrofia en la toma de decisiones respeto a la unión monetaria y bancaria o en las políticas de acogida de inmigrantes y el compromiso con su propia Carta de Derechos Fundamentales, la cumbre de líderes de la Unión Europea que se ha desarrollado en Bruselas los dos últimos días retrata una Europa que sigue en hilvanes y que se limita a sumar plazos, incapaz al parecer de zurcir la unión de sus ahora veintisiete miembros. Ni siquiera lo que se ha avanzado como un plácet respecto a las negociaciones sobre el Brexit, es decir, el paso a una segunda fase de las mismas, es en realidad un acuerdo, sino más bien un remedo para evitar la crisis a la espera de que Londres solvente sus problemas políticos y se avenga a ajustarse más a las pretensiones de la Unión. También es un modo de no desautorizar al presidente de la Comisión Europea (CE), Jean Claude Juncker, que fue quien bosquejó el pacto con Theresa May, precisamente cuando parece agrietarse la coordinación de la CE y el Consejo Europeo presidido por Donald Tusk a raíz del posicionamiento de este último sobre la política de acogida de refugiados. Aunque no sea este el único problema que hace chirriar la UE institucionalizada -hay en el fondo una batalla soterrada por el control futuro de la Unión- sí es el que más nítidamente dibuja la dificultad que entraña coser una UE formalizada a través de los estados que la componen, toda vez que estos y sus gobiernos la interpretan priorizando las necesidades, en algún caso urgencias, de política interna. Así que la cita de Bruselas difícilmente podía resultar resolutiva cuando su principal motor político y económico, Alemania, se halla a la espera de gobierno y ni siquiera Angela Merkel puede comprometerse de manera decidida en políticas europeas respecto a las cuales su posición puede verse matizada, cuando no mediatizada, en virtud de que logre una mayoría (de nuevo con el SPD) o se vea abocada a una repetición electoral. Es evidente, por tanto, que la Unión Europea que acaba de celebrar el sexuagésimo aniversario del Tratado de Roma, si aún pretende la “unión cada vez más estrecha de los pueblos de Europa” que aquel preconizó, necesita repensarse políticamente, más allá de las necesidades de seguridad y defensa o de las de su economía que parecen ser su principal, si no única, ocupación.