La exigencia planteada el 25 de octubre por los diferentes grupos del Parlamento Europeo para atajar el acoso sexual en el seno de la Eurocámara, donde hasta 15 eurodiputados afrontan acusaciones; el escándalo de los abusos en el Parlamento británico, con 36 políticos conservadores, incluidos altos cargos del Gobierno May, señalados por acoso y conductas inapropiadas; el aluvión de denuncias de abusos sexuales en Hollywood, donde a las decenas de acusaciones contra el productor Harvey Weinstein les han seguido otras que alcanzan a estrellas como Kevin Spacey y Dustin Hoffman y han tenido traslado a todo el mundo del cine; y las propias reacciones sociales ante un caso, el de la violación múltiple de una joven en Sanfermines de 2016, y el general posicionamiento más que crítico ante actitudes y actuaciones durante el juicio que se desarrolla en Pamplona, parecen denotar que algo está cambiando en la sociedad ante la máxima expresión de la desigualdad de género que constituye la violencia contra las mujeres en todas sus diferentes expresiones. El problema, es evidente, se mantiene en crudeza y extensión: más de 40 mujeres han sido asesinadas por su pareja en lo que va de año en el Estado, donde anualmente se presentan en torno a 1.200 denuncias de violación, muchísimas más de abusos sexuales; y en Euskadi 52 mujeres necesitan escolta y 4.519 son víctimas de la violencia de género o doméstica, 1.045 en Araba. Pero, al menos, el muro de silencio que en torno a los casos de maltrato, abusos o violación se había levantado históricamente, cimentado en el temor de la víctima a la doble victimización y en una justicia liviana con el victimario por obsoleta en lo que se refiere a conciencia de género, parece presentar grietas para proceder a su derribo. La denuncia pública de las víctimas, el señalamiento no ya de personas relevantes sino de aquellas consideradas globalmente modelo de éxito, el compromiso que supone el reconocimiento de la existencia de la lacra en el seno de las instituciones... y la depuración de responsabilidades penales y políticas, pero también en consideración social, confirman que la sociedad ha cambiado, cambia, frente a la desigualdad; y al tiempo exige implementar legislación acorde a ese cambio, sin más dilaciones, por ejemplo, en la traslación a la práctica del Pacto de Estado contra la violencia de género, pendiente dos meses después de su aprobación.