Tal y como se habían comprometido desde el mismo momento de su exilio en Bruselas, el president Carles Puigdemont y cuatro de sus consellers -todos ellos destituidos por el Gobierno español en fraudulenta aplicación del artículo 155 de la Constitución- acudieron ayer de forma voluntaria ante la Justicia belga una vez que la jueza de la Audiencia Nacional Carmen Lamela había tramitado ante las autoridades de ese país la euroorden de busca y captura. La posterior decisión del juez belga de dejarlos en libertad pone en evidencia a la justicia española, que mantiene en prisión al resto del Govern. El propio Puigdemont, durante la entrevista que mantuvo el viernes en el canal belga de televisión RTBF avanzó que su intención no era huir de la Justicia ni pedir asilo político, sino “defender un Gobierno legítimo frente a una acción ilegal del Estado español” y obtener las “garantías jurídicas” de las que han carecido sus compañeros en el Govern. Han sido muchos -incluso en sus propias filas- los que han dudado desde el mismo momento en que se supo de la estancia de Puigdemont en Bruselas de las verdaderas intenciones del president e incluso se le ha acusado -nuevamente- de traición. Puede cuestionarse su decisión desde diversas perspectivas pero a la vista de los hechos y de las circunstancias que concurren no puede negarse que su estrategia ha sido acertada, y no solo para la situación personal de los acusados. En efecto, los miembros del Govern cesado han constatado que en Bélgica existen garantías de mayor independencia judicial y de menor presión política sobre la justicia. Pero, además, Puigdemont ha conseguido uno de los objetivos que se marcaba con su exilio: la internacionalización no solo de la causa catalana sino de las respuestas represivas y escasamente garantistas del Estado español. No es únicamente la situación procesal de los acusados lo que se está dirimiendo en estas horas en Bruselas sino la judicialización de la política en España, la propia independencia judicial y la defensa de los derechos humanos y políticos. Pero, sobre todo, la respuesta a una demanda democrática como la catalana en el seno de la UE. No se trata solo de una cuestión de imagen, sino de la esencia de los principios que inspiran a Europa. Con el caso Puigdemont, la Unión Europea es dolorosamente consciente del déficit democrático del Estado español y de las consecuencias que ello acarrea.