La aprobación por el Pleno del Senado, con los votos de PP, PSOE y C’s, de la aplicación del artículo 155 de la Constitución, que el Gobierno español inició ya ayer, con medidas que constituyen de facto la intervención de la autonomía catalana y la pretensión de sustituir sus instituciones; y la aprobación en el Parlament, con los votos de JxSí y CUP, de las propuestas de resolución para el desarrollo de la ley de transitoriedad jurídica y fundacional de la República de Catalunya y la apertura de un proceso constituyente sin recorrido jurídico constatan el fracaso simultáneo de la vía unilateral del procés -que no ha sido capaz de desembocar en un proceso con garantía de sostenilibidad y permanencia ni integración de sensibilidades diferentes- y del propio Estado de las autonomías, que no ha satisfecho las demandas de autogobierno de las sociedades de las naciones que pretende contener -más bien todo lo contrario, las ha exacerbado-, ni ha conseguido integrarlas en la pretensión uniformadora y recentralizada en que ha ido involucionando. La prueba de esos fracasos es la incapacidad para el diálogo institucional y la falta de respeto que el propio Estado, a través de sus sucesivos gobiernos, ha mostrado para con los hechos diferenciales y los derechos adquiridos que la propia Constitución reconoce y la desconfianza que ello ha producido, que se hizo evidente el jueves, cuando el president, Carles Puigdemont, y el presidente español, Mariano Rajoy, desaprovecharon la posibilidad de reconducir la ruptura a través de la convocatoria de elecciones en Catalunya y la no aplicación del 155. La absoluta desconfianza mutua en el cumplimiento por el otro de los acuerdos que se estaban tejiendo acabó por malograr los es-fuerzos de intermediación. Como consecuencia, se produce en Catalunya una proclamación basada en los resultados del 1-O que, en todo caso, no oculta sus evidentes carencias tanto en cuanto al recorrido legislativo de las normas que la impulsan como en cuanto al porcentaje de representatividad que puede arrogarse (51,8% del Parlament y menos del 47% del sufragio, con 70 votos a favor, dos en blanco y 10 en contra de un total de 135), también un cierto déficit de imagen a raíz de la no participación en el referéndum de un amplio sector de la sociedad y de la ausencia en la votación en el Parlament de los 53 parlamentarios del PP, PSC y C’s. Pero también como consecuencia se produce la aprobación en el Senado, por una mayoría que sin embargo es minoritaria en Catalunya, de la aplicación del artículo 155 y de medidas de más que dudosa constitucionalidad que constituyen la intervención por el Estado del autogobierno catalán, incluyendo el cese del president Puigdemont y su Govern, más la disolución del Parlament. Medidas que no propician el clima de normalización social y política que requiere la convocatoria de elecciones en apenas ocho semanas por más que el paso por las urnas fuera la única posibilidad -contemplada por todos, bien en su formato constituyente, bien en la fórmula impuesta por Rajoy- de reconducir el estado de cosas hacia el necesario contraste con la voluntad real y constatable de la sociedad catalana. Ello lleva a Catalunya a una situación compleja, casi revolucionaria, aunque no más sostenible en materia de autogobierno y soberanía, con el riesgo que esa característica implica, en la que se confronta un doble poder: por una parte, el que se pretende sostener con el respaldo de una parte de la ciudadanía en la calle y, por otra, el que se pretende imponer desde el Gobierno español con la intervención de las instituciones catalanas. Una confrontación que, sin embargo, todavía merece la pena reconducir evitando profundizar en la dinámica acción-reacción, que proyecto un horizonte muy oscuro.
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