Cuando mañana se cumplen dos semanas desde el 1-O, el conflicto catalán sigue en una suerte de indefinición de alternativas, en lo que se conoce, y una dinámica de acción (o no)-reacción (o no) que impide vislumbrar la salida al contencioso político de la incardinación de Catalunya dentro de un Estado que no escucha a la mayoría de la sociedad catalana. Con síntomas además alarmantes como el rebrote, público y mediático, de la ultraderecha. Y no es ajeno a este fenómeno el hecho de que, a diferencia del tono y las formas de los partidos, instituciones y entidades proindependencia, muchas de las voces públicas que se escuchan desde el unionismo carecen de la responsabilidad y la serenidad que la situación exige. La complicada encrucijada en la que se encuentran Catalunya, el Estado y Europa demanda más empatía y menos deshumanización del adversario, amplificada por las redes sociales, muchos medios y demasiados cargos públicos. El tema empieza a avivar rescoldos en campos como el deporte, la economía, la cultura... donde ya antes se habían intuido síntomas de un resurgir que preocupa en toda Europa y que en algunos países (Alemania, Holanda, Grecia...) ha tenido reflejo en las urnas. Urge sacar la polémica de las calles y llevar el diálogo a las mesas de negociación política entre diferentes, sin otros condicionantes que el respeto a los derechos humanos y la legitimidad de los respectivos sujetos políticos. Algunas mentes serenas en los debates de estos días han dejado en sus discursos mimbres para esa vía. La primera es que la Constitución es democracia, pero la democracia no termina en la Constitución. Hay terreno por explorar partiendo incluso del propio texto. Ahí están las posibilidades de convocatoria de referéndum y cesión de competencias que la Carta Magna contempla. Y en el caso de Euskadi, como apunta el lehendakari, Iñigo Urkullu, la Disposición Adicional Primera que ampara los derechos históricos y su actualización. Sin fiarlo todo a una nueva reforma con serios riesgos de excluir las sensibilidades nacionales a las que debiera dar solución. Es preciso conjugar el principio de legalidad que esgrimen los constitucionalistas y el principio democrático del soberanismo. No se trata de imponer, sino de hacer política. Y en el horizonte de una solución asoman siempre dos ideas: acuerdo y urnas.