En el anunciado acuerdo para iniciar el debate sobre la estructuración territorial del Estado en comisión en el Congreso de los Diputados y la traslación de sus conclusiones a otra comisión que estudiase la reforma de la Constitución de 1978 con que el PSOE de Pedro Sánchez aderezó su apoyo al Gobierno Rajoy en las medidas que este decida tomar sobre Catalunya, se intuye una argucia dialéctica. Con ella, se pretende ofrecer un perfil abierto a la negociación, un fundamento democrático al aval a la batería de medidas que Rajoy ha dispuesto para poner en práctica en Catalunya; en su caso incluso con la aplicación del art. 155 de la Constitución. Es, en todo caso, una argucia burda, grosera, puesto que una reforma de la Constitución, según estipula el art. 167.1 de la propia Carta Magna, debe ser aprobada por una mayoría de tres quintos tanto en el Congreso como en el Senado, y si se refiere al Título Preliminar, lo que sería obvio al conllevar forzosamente la anulación del art. 2 sobre “la indisoluble unidad de la Nación española”, se precisaría, tal y como marcan los arts. 168.1 y 168.2, una mayoría de dos tercios de cada cámara para aprobar el principio de reforma y de nuevo para aprobar el nuevo texto formulado, lo que se antoja imposible. Lo es con la actual composición del Congreso; y del Senado, donde el PP tiene mayoría absoluta; y rayano a lo imposible incluso tras una virtual derrota electoral de Rajoy, no ya por el más que dudoso posicionamiento del PSOE ante una reforma constitucional de ese calado, según lo dicho por su secretario general, Pedro Sánchez, ayer mismo, sino en virtud únicamente del actual sistema de distribución de escaños, que beneficia a las provincias menos pobladas y con el electorado más conservador y perjudica a circunscripciones como la de Barcelona, la más subrepresentada del Estado, donde se necesitan 91.000 votos para sacar un diputado, aún más para un Senado en el que, como ejemplo, el PP obtuvo en 2016 el 62% de los senadores (130 de 207) con el 36% de los votos. En otras palabras, el Gobierno Rajoy se aviene a discutir, solo discutir, una reforma sobre la que se sabe poseedor de capacidad de veto y que tiene antecedentes deprimentes en los posicionamientos de los principales partidos estatales, también en el PSOE, que nunca han admitido una actualización de las realidades nacionales -y sociales- que el Estado contiene.