La comparecencia ayer, con suspense, del president, Carles Puigdemont, ante el Parlament para analizar la situación política y, en base a los resultados del 1-O, asumir el mandato de la sociedad catalana de declarar la independencia es consecuencia, en primer lugar, de los continuos errores del Estado español al encarar el problema de encardinación de la sociedad catalana desde una lectura restrictiva de la legalidad. Pero también es efecto de una política de hechos consumados por parte del Govern cuyo recorrido puede haber servido para construir un movimiento social legitimador pero cuya vigencia jurídica y fundamentación en la legalidad internacional es inexistente y, en consecuencia, estéril. Con este escenario, Puigdemont se veía ayer obligado a reivindicar esa legitimidad consciente de sus limitaciones. El resultado es una nueva puerta abierta a un proceso negociador, a la intermediación y el diálogo, aún a sabiendas de que no hay grandes motivos para ser optimista a partir de la actitud del Gobierno que preside Mariano Rajoy. Pero esa puerta abierta, también, permite eludir las reacciones más crudas del Gobierno español. No hay circunstancia lógica que hoy justifique la apelación a la intervención de la autonomía catalana a través del artículo 155 de la Constitución ni sería conveniente que se continúe con la batería de medidas conjuntas de los poderes del Estado ni de la Fiscalía. Lejos de buscar solución a la cuestión catalana no harían sino enconarla; una represión de la ideología independentista, como han exigido voces del PP, no es aceptable en términos democráticos. Puigdemont reivindicó ayer el derecho del pueblo catalán a ser reconocido como sujeto de derecho. Pero el modo en que afrontó el reto de la independencia desactiva, de facto, el discurso de la unilateralidad. El terreno de juego que deja la jornada de ayer en el Parlament catalán debería servir para conducirse hacia lo que siempre debió ser la prioridad de las partes: propiciar una interpretación de la ley que permita acoger y no imponer; que reconozca la virtud del acuerdo y que éste aporte los mecanismos que den a la sociedad catalana la opción de expresarse con todos los avales democráticos, pero también con la garantía de que el resultado será traducido a un marco político que satisfaga sus pretensiones nacionales. El referéndum legal y pactado era y será una vía más solvente que la ruptura unilateral.