Del mismo modo que el 1-O enseñó una realidad que el Estado y su Gobierno presidido por Mariano Rajoy siguen sin ver, la del conflicto político por la desafección que crece y crece en la sociedad catalana, y desveló ante la opinión pública internacional actuaciones irracionales y descontroladas de la Policía y la Guardia Civil que históricamente en Euskadi no nos son precisamente desconocidas, en los días posteriores las declaraciones exacerbadas parecían haber derrotado cualquier intento de reflexión encaminada a hallar un cauce de entendimiento. No estaba tampoco en ese cauce el discurso del jefe del Estado español, Felipe VI, quien ignoró el papel de arbitraje que le concede la Constitución para alinearse, no solo en terminología, con el Ejecutivo español e identificarse con su sesgada, ideológica e irresponsable interpretación de “la ley”, pese a que esta ofrece opciones de negociación que se han venido desestimando. No hacía sino alimentar la indignación que en Catalunya -pero no sólo- ya había prendido contra unos poderes del Estado incapaces de comprender la dimensión, fundamento y lógica de las reivindicaciones de las naciones que ese Estado apenas puede ya contener. La respuesta de Carles Puigdemont ayer, quizá consciente de que, como apunto el ex primer ministro belga Guy Verhofstad desde Bruselas, declarar la independencia sobre el resultado del 1-O es “irresponsable no para España o Europa, sino para Catalunya”, fue una lección de mesura. La reiteración de su disposición al diálogo y la mediación contrasta con la respuesta del Gobierno español que en la intervención de Soraya Sáenz de Santamaría se mostró cualquier cosa menos dispuesto a hablar. Es por ello que la petición pública realizada ya tras el 1-O por Puigdemont de una mediación europea y el ofrecimiento del lehendakari Iñigo Urkullu en el misma dirección adquieren todo su sentido. La búsqueda de un modo en que la sociedad catalana pueda expresarse con garantías sobre el modelo y alcance de autogobierno que desea es una responsabilidad que la UE debería asumir si de verdad pretende constituirse en lugar común para las sociedades -y no solo para los estados- y pueblos que la componen. Qué duda cabe de que la Comisión presidida por Jean Claude Juncker ganaría credibilidad en sus pretensiones de reforma integral de la UE si fuese capaz de tomar iniciativas que contribuyeran a desbloquear la situación.