El discurso de Felipe VI ante el Congreso con motivo de los 40 años de las primeras elecciones democráticas en el Estado español tras la dictadura franquista, el 15 de junio de 1977, y su alusión a las aspiraciones expresadas desde Catalunya -o en su caso Euskadi- con una apelación al cumplimiento de la ley como cauce único de la libertad y la defensa de los derechos encierra un doble contrasentido. Por un lado, el de que se pronunciara precisamente en la celebración de una efeméride que supuso el final de leyes cuyo cumplimiento también para aquellos que las aprobaron en la dictadura suponía el cauce único de expresión política y la auténtica defensa de los derechos de aquellos a quienes se les aplicaban; es decir, que pese a las palabras del jefe del Estado español, cargo precisamente heredado de aquella dictadura, no es la inmutabilidad de la ley, sino precisamente lo contrario, la capacidad para modificarla y desarrollarla en base a la exigencia de la mayoría social, la que preserva la libertad y defiende los derechos de los ciudadanos frente a la arbitrariedad del poder, que aún hoy tan nítidamente se manifiesta en tantos casos. Por otro lado, la contradicción de apelar al cumplimiento de la legalidad, no sin tono de advertencia, desde la jefatura de un Estado que reiteradamente incumple su propia ley al negarse a completar, cuarenta años después e independientemente de la ideología política de los gobiernos que lo han regido, el Estatuto de Gernika, perteneciente al denominado bloque constitucional y aprobado y persignado no solo por las instituciones del Estado, entre ellas la cámara a la que ayer se dirigió, sino por la propia sociedad vasca. Sin olvidar que ese Estatuto, completo, fue la base sobre la que se sustentaron en Euskadi los acuerdos transversales que derivaron en la transición de la dictadura al sistema que perpetuaba la jefatura del Estado que él hoy ostenta e incluía, incluye, el reconocimiento de unos niveles de autogobierno que siguen sin alcanzarse cuatro decenios después, como acaba de recordar el Gobierno Vasco al exigir, por enésima vez, la transferencia de competencias pendientes. El problema en 1977 no era solo, como apunta Felipe VI, que el Estado español asumiera las señas de identidad democráticas de las naciones de su entorno, sino también que asumiera democráticamente la identidad de las naciones que contiene. Y eso hoy continúa pendiente.