La carta abierta a las instituciones de la Unión Europea suscrita por 76 consejeros delegados de las principales empresas del sector europeo del acero así como por el presidente de su asociación Eurofer, Geert Van Poelvoorde, con el fin de que la reforma del sistema de comercio de emisiones de CO2 no afecte a la competitividad de la siderurgia debe tomarse con la seriedad que requiere un sector estratégico de la industria europea -y vasca, ya que supone más de un tercio de nuestro PIB industrial-, pero también con la prudencia que requiere su relativa laxitud a la hora de enfrentar las exigencias que plantean las imprescindibles políticas medioambientales. No se puede negar que la industria siderúrgica europea ha resultado golpeada por la crisis económica y por la competencia desigual de los países emergentes, especialmente por el exponencial incremento de producción del acero chino, pero tampoco que todavía hoy el 80% del acero consumido en Europa es de fabricación propia o que la Comisión Europea ya está imponiendo un número récord de medidas para contrarrestar el efecto del dumping chino en el sector europeo. Tampoco que la UE dispone asimismo de diversos fondos de apoyo a la inversión que no siempre han sido aprovechados por la siderurgia europea para una necesaria reconversión industrial a tiempo y para la innovación en sus sistemas de producción. Seguramente porque el precio de los derechos de emisión también se ha visto muy reducido por la crisis, lo que ha incentivado la compra de los mismos frente la necesaria transición tecnológica. Y ello a pesar de contar ya con la experiencia de la profunda reforma del sector desde finales de los 70 y hasta los 90 -en 1974 trabajaban en él un millón de personas y ahora lo hacen 328.000- y de tener la certeza de que, como entonces, es más urgente que necesario apostar por productos de valor a través de la investigación y la innovación en la producción. Así que, en todo caso, la siderurgia europea, que tiene motivos para plantear medidas de defensa de su probada competitividad, debería sin embargo centrar sus esfuerzos por convencer a Comisión, Consejo y Parlamento europeos no ante la inminente modificación del sistema que representa el 40% de las emisiones de gases invernadero de la UE, sino de la necesidad de revisar los costes de regulación y la falta de planificación pública del sector energético y sus efectos.