El ataque terrorista ante el Parlamento británico de Westminster, que el miércoles costó la vida a tres inocentes y causó decenas de heridos antes de finalizar con la muerte de quien lo cometió, así como el que, por suerte, resultó fallido ayer en Amberes, evidencian la sensación de fragilidad que provocan las limitaciones para prevenir y hacer frente a la violencia indiscriminada que nos golpea de manera repetitiva, en los últimos tres lustros largos bajo la bandera del islamismo radical. Una violencia que, cierto es, otras sociedades padecen a diario y en proporciones mucho mayores, que en cualquier caso es preciso denunciar y a la que, sin embargo, es imposible hallar lógica en su pretendida justificación de reciprocidad: ni el enorme horror diario de los conflictos que padecen países de tradición, religión y cultura islámica, sean cuales sean los orígenes e intereses que los impulsan, permite de ningún modo razonar el terrorismo; ni este, por muy absurdo, irracional y extensivo que sea en sus formas justifica nunca la creación o recrudecimiento de violencias inusitadas contra las sociedades, religiones o culturas de sus deshumanizados protagonistas. Dicho esto y más allá del debate sobre la imposibilidad de mantener indefinidamente niveles de alerta capaces de minimizar el riesgo sin que resulten afectados los derechos que distinguen nuestro modo de vida -lo que no haría sino ofrecer caldos de cultivo a descontentos sobre los que germinan esta y otras violencias-, es decir, más allá de la controversia que incluso con anterioridad al 11 de setiembre de 2001 ya se había desatado entre seguridad y libertad, sí cabe cuestionarse sobre las causas que pueden llevar a la radicalidad del asesinato y la inmolación a personas que han crecido o vivido en nuestras comunidades, aun si lo han hecho en sus márgenes, y cuyas circunstancias y confesión no difieren demasiado de las de esa mayoría que a la postre sufre las consecuencias de su actitud. Porque es el caso de la mayor parte de los protagonistas de ataques como los de París, Londres, Bruselas, Niza... Y cabe concluir, sin que ello sirva de mínima justificación, que ese nivel extremo de ideologización insensible al dolor ajeno sólo puede germinar en un ambiente de despersonalización y ausencia de referencias cuando se conjuga con el agravio frecuente que soporta quien por uno u otro motivo, en este caso su religión, se ve obligado a considerarse diferente.