El juicio que comienza mañana en el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya (TSJC) contra el expresident de la Generalitat Artur Mas, la exvicepresidenta Joana Ortega y la exconseller de Enseñanza Irene Rigau -el otro procesado, Francesc Homs, será juzgado por el Tribunal Supremo al ser aforado- bajo la acusación de desobediencia por haber permitido la consulta popular del 9 de noviembre de 2014 -el célebre 9-N- supone la reapertura de la apuesta del Estado por la judicialización de la política en detrimento del diálogo como mecanismo de respuesta para la resolución de problemas esencialmente políticos. No se trata de que la política pueda estar por encima o al margen de la ley -en ningún caso-, sino de que en democracia los asuntos y conflictos que puedan plantearse por parte de mayorías ciudadanas y las propias instituciones democráticamente elegidas se aborden desde el diálogo, el acuerdo y, en su caso, la incorporación a las legislaciones de la voluntad popular libremente expresada. La vía de la judicialización de la política ya se experimentó en Euskadi, con nefastos resultados. De ello pueden dar fe los exlehendakaris Juan José Ibarretxe y Patxi López y otros dirigentes como Rodolfo Ares, Arnaldo Otegi y cargos públicos como el expresidente del Parlamento Vasco Juan María Atutxa, así como Kontxi Bilbao y Gorka Knörr. Ahora, a medida que el proceso soberanista va cogiendo cuerpo y el momento clave de la celebración del referéndum se acerca, la respuesta del Estado -impulsada por el Gobierno de Rajoy- vuelve a ser la de los tribunales bajo la amenaza de la inhabilitación para el ejercicio de cargos públicos a que se enfrentan los procesados. Sin embargo, lo que realmente queda inhabilitado con esta estrategia es el genuino ejercicio de la política. Es evidente que una eventual condena a Mas, Ortega y Rigau -hipótesis más que probable, dados los antecedentes y las circunstancias- influiría en el procés y es probable que lo entorpezca en alguna medida, pero de ninguna manera lo impedirá. Se equivoca quien piense que el miedo a la inhabilitación o, más adelante, incluso a penas de cárcel va a ser suficiente para abortar los planes de desconexión y celebración del referéndum. El Gobierno español vuelve a utilizar las togas para enfrentarse a un problema político ante su incapacidad para resolver el problema de fondo.