La toma de declaración por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC), para responder como imputada por prevaricación y desobediencia, de la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, repite en Catalunya el enorme desatino democrático de confrontar las legitimidades del poder judicial y del poder legislativo o ejecutivo que ya soportó Euskadi hace más de una década con la querella contra el presidente del Parlamento Vasco, Juan María Atutxa, y los miembros de la mesa de la Cámara, Gorka Knörr y Kontxi Bilbao, por no disolver el grupo parlamentario Sozialista Abertzaleak; o con el procesamiento del lehendakari Juan José Ibarretxe por mantener el diálogo político con miembros de la ilegalizada Batasuna. Y no se trata de discutir que el resto de los poderes deban estar sujetos -que no sometidos- al control de la Justicia, siquiera como garantía de buen funcionamiento; sino de cuestionar absolutamente que ese necesario control sea utilizado por impulsos y con fines políticos y tenga como fundamento la propia configuración del poder judicial y sus relaciones con los otros poderes, que en el Estado español hacen de la independencia de la Justicia algo más que dudoso. Así, llama poderosamente la atención la diferencia en la aplicación de ese control que se aprecia en el hecho de que un día antes de la declaración de Forcadell por haber cumplido con su deber de dar trámite a una iniciativa parlamentaria, el Tribunal Supremo haya por el contrario desestimado la imputación del ex ministro español Jorge Fernández Díaz pese a las pruebas grabadas de su intención y esfuerzos en tergivesar hechos para dar lugar a actuaciones judiciales contra políticos nacionalistas catalanes. Pero, en todo caso, lo que se antoja obvio en democracia, al menos si se entiende esta como forma de gobierno, no pervertida al convertirla en el modo en que se sostiene la estructura institucional del Estado, es que la actuación del poder legislativo, de los parlamentos, debe responder a las inquietudes y problemas que los ciudadanos han considerado relevantes al elegir a sus miembros, y sus declaraciones, vinculantes o no políticamente, a las mayorías constituidas por los votos. Y que para que la presidenta Forcadell “responda ante la Justicia”, como pretendió sentenciar ayer el Gobierno español por boca de su portavoz, Iñigo Méndez de Vigo, debería considerarse delito el ejercicio de la democracia parlamentaria.
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