La ruptura del acuerdo para la evacuación de Alepo y sus consecuencias en el agravamiento de la horrible crisis humanitaria de los trescientos mil habitantes -de los más de dos millones al inicio de la guerra- que se calcula seguían residiendo en la parte oriental de la ciudad va más allá de radicar la responsabilidad en las fuerzas de Al Asad o en las presiones de Irán para incluir en el acuerdo a los chiíes de zonas limítrofes. Aun si las denuncias que señalan al Ejército sirio y a los intereses de Teherán tienen más que base para ser consideradas, Alepo no es sino una repetición de lo que ya sucedió en otra ciudad siria, Homs, en 2012 y 2013, o en la batalla de Faluya de la guerra de Irak en 2004 o en la guerra de Libia en Sirte o Bengasi, o lo que ocurre actualmente en Mosul (Irak), todo ello bajo un apagón informativo que apenas permite intuir la atrocidad de lo que realmente sucede y ante la impotencia de los organismos internacionales, perdidas por estos la autoridad y capacidad de intermediación que se les había otorgado en la segunda mitad del siglo XX. La Organización de Naciones Unidas, en este caso, se vuelve a mostrar muy lejos de los tres adjetivos -“ágil, eficiente y efectiva”- que le exigió quien será desde el 1 de enero su próximo secretario general, Antonio Guterres, al jurar el cargo el lunes, no tanto por su estructura y esfuerzo y capacidad organizativa, en todo caso necesarios, como por estar inhabilitada para sobreponerse a las limitaciones en que su dependencia del Consejo de Seguridad y de los intereses de las principales potencias mundiales le han subsumido; a lo que Guterres se refirió precisamente en su discurso al plantear la evidencia de que la ONU “debe estar lista para cambiar”. Pero no es solo Naciones Unidas. Otros actores con supuesta autoridad para la intermediación, como la propia UE o la Liga Árabe, han fracasado en paliar en los últimos conflictos una amoralidad quizá nunca tan desmedida e incontrolada. La mezcla de intereses, muy evidentes en Oriente Medio, con el temor en las potencias (y en todos los países) a la pérdida de control o influencia a consecuencia de los enormes cambios que experimenta el mundo, exige un nuevo orden y una nueva autoridad globales y capaces sin embargo de volver a los mínimos límites éticos que desde la Segunda Guerra Mundial se han pretendido imponer al perenne conflicto por el poder, local o geostratégico, en la actividad humana.