La constatación de que más doce mil de los diecinueve mil monitores y entrenadores que ejercen en Euskadi carecen de la formación que prevé exigir la Ley de Acceso y Ejercicio de Profesiones del Deporte, en tramitación en el Parlamento Vasco, y de que más de una cuarta parte de ellos ni siquiera cuenta con la experiencia mínima exigida de 750 horas ofrece un fuerte contraste con la relevancia que la sociedad vasca ha otorgado y otorga a al actividad deportiva. Contraste que se hace incluso más notorio si se considera que en el 39% de los técnicos que sí poseen titulación se contabilizan los profesores de Educación Física, obligados por ley a obtenerla pero ceñidos en la mayoría de los casos al ámbito escolar o, si se prefiere, educativo. Curiosamente, ese contraste parece no trasladarse a la relación entre nuestros parámetros poblacionales y los resultados obtenidos por el deporte vasco -profesional o amateur- en el ámbito internacional; pero el hecho de que Euskadi genere deportistas -también clubes- de primer nivel en un porcentaje más que alto para su realidad demográfica no significa que el deporte vasco, en su más amplia extensión, esté estructuralmente preparado para prolongar indefinidamente los logros que durante décadas han alcanzado la implicación y el compromiso voluntario con las especialidades deportivas, especialmente en aquellas de más raigambre entre nosotros. No se trata, en cualquier caso, del deporte de competición o alto nivel, sino de la base que, en todo caso, ese deporte precisa e incluso de la incidencia de la práctica del deporte en la salud pública y de la necesidad de que esta cuente con la orientación oportuna: seis de cada diez técnicos y monitores ejercen en el ámbito federado y escolar frente a cuatro que lo hacen en gimnasios privados o polideportivos públicos y la infracualificación se produce en todos ellos (63%, 71% y 62% respectivamente). Garantizar unos mínimos de formación en el adiestramiento y la docencia del deporte es, independientemente del fin que persiga su práctica, una exigencia que la nueva ley debe solventar aunque para ello necesite alterar costumbres adquiridas en especialidades y clubes y un control exhaustivo sobre la financiación del deporte base (ayudas públicas o privadas e ingresos propios) para que esta no se desvíe a otros fines y permita un mayor grado de profesionalización en quienes lo instruyen.