No es que las encuestas fallaran. La diferencia que la inmensa mayoría de ellas otorgaban a Hillary Clinton (en torno al 3%) no superaba el margen de error y la victoria final de Donald Trump en las presidenciales de Estados Unidos se ha producido pese a que éste ha obtenido 195.000 votos menos (un 0,2% aproximadamente) entre los más de 118 millones emitidos el martes. El error, en realidad, ha sido su lectura y traslación al Colegio Electoral, al número de compromisarios, y sobre todo la estrategia de Hillary, incapaz de movilizar a sus votantes (es la menor participación desde la victoria de Bush sobre Al Gore en 2000) para inclinar hacia sus intereses a los estados bisagra y evitar que Florida, Carolina del Norte, Ohio, Pensilvania y Wisconsin dieran sus votos a Trump. John Podesta, jefe de campaña de Clinton, tenía motivos para ser quien diera la cara al reconocer implícitamente de madrugada la derrota de su candidata. Tampoco se trata de simplificar los resultados al color del mapa electoral de EEUU. Es cierto que el centro del país y sus zonas rurales son netamente republicanos mientras la costa oeste y el norte de la este, los grandes núcleos de población, siguen fieles a la candidatura demócrata; pero los más de 59 millones de votos logrados por Trump suman muchos porcentajes superiores al 40% (Nueva Jersey, Washington, Maine, Connecticut, Delaware, Nuevo México, Colorado...) en estados en los que la victoria de Hillary nunca estuvo en duda. Es decir, el descontento no se limita a un prototipo de estadounidense, sino que alcanza a amplios sectores de la población, más allá de etnia, extracto social o nivel educativo, que han votado tanto o más contra Hillary, contra lo que representa, que a favor de Trump, convencidos de la imperiosa necesidad de un cambio que quienes han formado parte por décadas de la élite política no podían protagonizar. Otra cosa será que Trump sí vaya a hacerlo. Aunque si el triunfo republicano es completo y dominan el Senado y la Cámara de Representantes es gracias al impulso del presidente electo, la distancia entre Trump y el partido sigue siendo tan evidente como sus diferencias con el jefe de la mayoría en el Congreso y presidente de la Cámara, Paul Ryan. Trump, como ya le ha sucedido a Obama, no podrá gobernar contra esa mayoría. Y el primer efecto de su presidencia se verá en él mismo. El nuevo tono en su discurso no es sino el principio de la transformación.
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